miércoles, 2 de noviembre de 2011

Jalogüineando

Poco a poco la celebración de Halloween se va solapando en nuestros lares con la de difuntos, amenazando, según algunos, con sus formas nacidas de las entrañas del peor imperialismo e importadas del más vil consumismo superficial a nuestra tradición cultural autóctona, como si de un cangrejo o una planta invasora se tratase.


Y algo de eso tiene. Aunque sería mejor plantearse el porqué de su éxito, cuyas causas apuntan más bien a varios aspectos sociales que hoy conforman el problema de la muerte por acá, a los cuales Halloween da una salida de circunstancias, de momento muy bien acogida por diversos motivos.

En nuestras sociedades occidentales, secularizadas y desarraigadas, es evidente la desafección tanto a nivel social como individual con el fenómeno de la muerte, siendo el reniego e ignorarla sus principales manifestaciones, lo que nos inyecta violencia, embarazo y  extrañeza ante ella. Y eso agrava el problema en un círculo vicioso insalvable. Y Halloween supone para esta presión una válvula de escape, en primera instancia porque, partiendo de retales y reminiscencias de antiguos ritos ahora refundidos por la industria cultural, da vida a un producto manufacturado, mutado más que evolucionado en el entorno actual en el que se ha trasplantado, tan bien abonado que le permite expandirse con toda naturalidad, al conectar su aparente ancestralidad con los estilos de vida actuales. Lo cual hace posible una cierta conciliación consigo misma de una sociedad pesarosa con el trato dispensado a la muerte, y con este sucedáneo de ritual sale del paso de la encrucijada planteada por haber perdido los propios.  
De hecho, la capacidad del Halloween para impostarse como ritual secular auténtico es su mayor baza. Y su diseño de performance festiva de lo macabro, un gran acierto, emparentándola ambos directamente tanto con nuestra propia tradición perdida como con la modernidad que deriva cualquier conmemoración hacia lo lúdico.

En realidad, lo de la fiesta de la muerte no es nuevo por acá. Los muertos no siempre nos merecieron el recogimiento, circunspección y trascendencia que la tradición nos ha enseñado. 
Hasta bien entrado el siglo XIII la fecha se celebraba por todo lo alto –y lo bajo–, en plan populoso sobre los cementerios ensanchados al pie de las iglesias, sin más inhibición que el comedimiento debido para no convertir en orgías estas comuniones entre vivos y muertos, en un tiempo en que no eran vistos tan diferentes, y en que los segundos, que aguardaban en un más allá no tan distante a reunirse con los primeros como avalistas suyos, para un Juicio Final comunal que garantizaba el cielo, cobrando estas reuniones un carácter de médium, una carnavalada precursora del adviento de una gloria que no acababa en la extinción de la carne, pues la vida eterna se veía de una forma somática que podría disfrutarse, por decirlo de algún modo, si no en vivo sí en directo.

Con esa perspectiva, solo los muermos y malajes no disfrutarían de tan escogida fecha. Y sin embargo sería su especial elección por la Orden de Cluny para conmemorar, una vez instaurado el Juicio final individual, los méritos de cada uno y la confesión desde Letrán, lo que iba a suponer el colofón de la juerga y la introducción de la formalidad, la introspección y la meditación en el recuerdo de los muertos.

Así es como lo tenebroso se acopla a lo macabro, lo conspicuo a lo extrovertido y lo funesto a lo irreverente. En suma, lo religioso a lo pagano. Y eso es básicamente Halloween, la remake de un ritual pagano –no laico– que, insertado en un contexto cultural de masas (consumista, hedonista y mediático) se transmuta y con él el sentido primigenio de su origen, acabando como manifestación intrascendente, desnatada y tan vacía como el festejar por festejar, que tan bien conecta con el sentido comercial de la existencia y que tan contrario es precisamente al verdadero sentido de la fiesta. 
Y esta celebración de difuntos a partir de una impostura eufemística espectacular e inocente de jijí jajá, desataviada de cualquier contenido específico tanático, es la que se adopta hoy para solventar la papeleta de un ritual, una memoria y el cultivo de un sentir/pensar para los que ya no estamos preparados, resultando así ser un hallazgo de urgencias, pero ya está. Otro emplasto de estantería para algo que no tiene cura como es la propia extinción.


Cabría pensar, en su descargo, que no es tan diferente del célebre culto a los muertos mejicano, al que bien podría asimilarse y que tan bien aúna el rasgo pagano ancestral indio con el santo macabrismo sadomaso cristiano y el cultivo de un muy moderno gore, todo tan espectacular y colorista. Pero nada más lejos, a pesar de estar tan cerca. El Halloween hace del gore un cartoon y con lo macabro una caricatura, y toma, en vez de los materiales mismos de la muerte, a sus fantasmas, para fabricar con ello una escenografía. 
El resultado es la descontextualización de los elementos que incurren en el fenómeno de la muerte y sus rituales (zombies, draculines, Krugers, diablillas y otros seres, más que de ultratumba del mall de las afueras). Lo cual hace que lo que de profanable, subvertible o transgredible pueda haber para que el ritual se cumpla, se difumine y pierda sentido. Algo que no ocurre en el ritual de la calaverada mejicana, que sin perder el valor ancestral –por acá ya desaparecido– lo dota de los elementos formales y vitales que lo siguen sujetando a modos de expresión actuales, cobrando un sentido renovado. Una evolución que, entre otras cosas, evita importar artículos macana y costumbres abalorio, y el consecuente quebranto de la balanza de pagos y de otras cosas.

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