La happildora universal
Por el Cronista Oficial de la Villa
La felicidad es un gran invento. Pero en estos días
no es fácil ser feliz. Ni aunque te lo mande el médico.
Cuando eres joven, crees que vas a vivir mil años. Y
es cierto. Sólo que pasados unos cuantos, te das cuenta de que vas ya por el
970. De manera que cuando alcanzas esa edad cercana a la esperanza de vida de
la estadística, comienzas a observar que cada vez es más difícil encontrar la
felicidad. Y entonces es cuando lo fías todo a las píldoras.
Hubo un tiempo, hace unos cuantos siglos, en que la
gente aún no se le había presentado esta papeleta, pues sólo permanecían vivos
unos setenta y tantos años. Pero ahora, con esto del milenio, es que se te pasa
volando, y está visto que no hay manera de que la ciencia encuentre una fórmula
para alargar la existencia. Y para esto tanta eternidad y tanto niño muerto...
Todo era mentira.
Los profetas fueron los que empezaron la monserga.
Venga hablar de la vida eterna, pesadísimos. Los Vasculares, los llamaron. Por
aquello de que estaban muy centrados en lo coronario y circulatorio. En cambio,
nuestra juventud, que a los doscientos o trescientos años ya tiene de todo en
la sangre, es más bien bascular. La distancia de los sueños inter épocas sólo
es de una letra.
Es lo mismo que lo de la calvicie, que ves a
mozalbetes de sólo cien años con unas entradas hasta el colodrillo..., y sin
vislumbrarse avance alguno en el horizonte. Y eso que lo cogió por su cuenta el
Instituto Mundial de la Democracia. como prioridad máxima. No te quiero contar:
propaganda y divulgación a tope.
Explícita o metonímica. Recordemos, sin ir más lejos, el ya clásico
“Introducción a la calvicie y otros cuentos” –por cierto que editado con dinero
púbico–. Pero ni por esas. Otro cuento chino de la seguridad social. Más
promesas incumplidas. Se habla hasta de un cohecho de alguna institución con
una empresa de pelucas. El resultado de todo, una conjetura. La de que la
alopecia parece deberse a un virus o algún gen mutante que surgió en España
allá por mediados del siglo XX, y que no hay forma de aislarlo ni hacerle
retroceder, y que se hace con las cabezas de la gente cada vez más jóvenes.
Sin ir más lejos, el otro día vino en las noticias
que uno había palmado con todo el pelo... a los 270 tacos, y como una
heroicidad! Patético, ¿verdad? Y trágico. Porque las generaciones venideras,
digo yo si podrán vivir calvos durante setecientos, novecientos o incluso mil
años, al ritmo que esto va, y cuando le preguntes a alguno, “¡qué, cómo va
eso!”, no se les ocurra más que un apático “aquí, echando frente”. Una salida
para olvidar, ciertamente. Y es que ese es en el fondo el quid de la cuestión
juvenil, la descompensación cada vez más notable de entradas y salidas.
Hay quien dice que eso no habrá dios que lo aguante,
y que –siempre a juicio de los politólogos–, esa es una de las razones del
escepticismo mundial, porque ya nadie se cree hijo de Dios, con esa mata de
pelo que le sacan en todas las estampas y reproducciones. O será que somos unos
dejados de su mano, que es peor. De manera que aquí puede pasar de todo y desde
luego, cosas menos desestabilizadoras se han visto.
En estas circunstancias actuales, ser feliz cuesta
caro, qué menos. Y no me refiero sólo a lo económico.
Antes, según nos ha sido legado, te sentías vacío y
te bebías una caja de cervezas y ya está. O, en caso contrario, cuando te
acalorabas o te crecía la carne, un suponer, sabías lo que tenías que hacer.
Tenías un abanico de alternativas, tanto si eras creyente, como si no; si
estabas sólo o acompañado; si la compaña quería como si no. Sin que esto
suponga la defensa de morales caducas. Pero es que ahora no sabe uno lo que
hacer. Ni siquiera los ricos, que ya es el colmo. Lo que lleva a preguntarse a
qué tipo de felicidad estamos abocados, caray.