Si el año pasado la
palabra clave fue populismo, este será el de la postverdad, al que ya se le ha
adjudicado hasta una era (otra más, tan trillado está el etiquetado neoépico), una
época en la que al parecer hemos entrado de la mano, o boca, o tupé lacado, de Trump,
como mayor beneficiario de esa tendencia tópica actual según la cual, y el muy
interesado y concreto sector mediático en el que nació el palabro y que se ha
dedicado a difundirlo con una acepción equívoca y maniquea para hacer confluir
su sentido –aprovechando que por allí estaban de año electoral– en que la
política no se basa más a partir de ya en la verdad sino en la mentira o la
falsedad. Con lo cual, estos americanos acaban de descubrir América.
Pero que en la
versión doblada al español de la película todavía es peor, pues es así, tal
cual, como ha quedado, por el interés, también, sensacionalista y manipulador
de los medios patrios –y aprovechando también que todo nuestro año fue
electoral–.
De modo que no hay
vuelta atrás, y no hay nada que hacer, pese a que el dichoso término se refiera
más al fin del principio de realidad como fundamento de las relaciones sociales
y a la renuncia creciente de los medios (y a partir de ahí del público) a
afrontarla con objetividad.
Y de que todo tenga
que ver más con todo aquello a lo que el sociólogo recién fenecido Bauman llamó
“modernidad líquida”, o el estadio de nuestra civilización así definido según la
liquidez como doble metáfora (tanto del estado natural a que se refiere como a
la disposición de dinero ilimitado) de la sociedad actual, que viene
caracterizada por lo precario, transitorio, atomizado, volátil e incierto, tanto
en el pensar como en el comportamiento.
A todo lo cual, si
añadimos lo virtual como práctica, yo concluiría que se trata de todo un
proceso que, más que fase de liquidismo, lo que está ya es en pleno estado
gaseoso, o en liquidación, al venir presidido por ese nuevo analfabetismo
derivado del uso (cada vez más exclusivo) de las nuevas tecnologías de la
comunicación, la deconstrucción social tanto de la escritura como de la lectura
que ello acarrea, y el más que probable desvirtuado final de las mismas con que
todo el proceso se saldará.
Uno de los síntomas
de esta crisis en marcha en plena época de transición, es la contradicción,
casi cómica, que hoy se da entre el creciente y estrambótico número de
publicaciones, y el catastrófico por decreciente número de ejemplares, que aún
lo es mucho más de lectores, y que dan lugar a chascarrillos tales como que
parece que haya más escritores que
lectores (aunque no que lectoras). O a hipótesis no tan de chiste como que
parece que hubiera un derecho ineludible y todavía sin
figurar en la Constitución a publicar (Un hombre, un libro) pero no un deber de
leer, que sería la única manera lógica de casar ambas cosas de modo congruente
y efectivo.
Y es que, será una
exageración, pero es que hay escritores que ni siquiera se leen a sí mismos. Ni
para corregir. Yo conozco uno. Y pretende que los demás le digan lo que ha
escrito, lo cual resulta aún más imposible de lo que lo es en un libro más o
menos normalizado. Pero es que además le pirra comprar libros. Pero no para leer,
sino para tenerlos, hojearlos, quizá acariciarlos. Esto es algo que cuadra
mejor con el modernismo líquido, pues se lleva ahora más que leer. Sobre todo si se
tiene liquidez. E inclinaría a pensar que lo virtual, la nueva tecnología, como
verdugo de esas formas de vida, no es tan mala.
Porque el tuit, que
es la reinvención, por escrito, de lo ágrafo, así como su lector practicante es
el nuevo iletrado leído, son en efecto el asesino llamado a acabar con esa otra burbuja del pasado
(aunque quizás algo menos dañina que la de la construcción o la del fútbol) que
era el libro como escritura.
Lo malo es que
también, y lo que es peor, acabará enterrando, o mejor ocultando entre
telarañas, al volumen de lectura, al texto material como sustento, no del
pensar, escribir o leer, sino, lo que es mucho más importante, y que no existe
en la naturaleza misma del escribir, leer y pensar a partir de los nuevos
medios tecnológicos: el repensar, reescribir, releer, que son las verdaderas armas
y mucho más eficaces, y las únicas de que hoy por hoy disponemos contra ese
culto a la ignorancia, desdén por el conocimiento, insulto a la inteligencia y
ofensa a los sentimientos que subyacen bajo eufemismos tales como la postverdad
o la comunicación guasap. Por no hablar del nuevo fascismo camuflado de las guerras
culturales en 140 caracteres entre Trump o Hillary o, sin salir de casa, entre Esperanza
Aguirre y la izquierda alternativa. Por ejemplo.
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