Antes o después, un gobierno inclusivoparitario hasta lo chochovoltáico, tan sexual y obrero, o papusista (de El Papus), y papista, por lo mucho que visitan a Francisco – indómita esa afición patria sea zoca o diestra, al Paco, Paco, Paco, que mi Paco, Paco-, tenía que acabar prohibiendo algo del Eclesiastés, cuyo mensaje reduce la vida (o la amplía) a comer, beber y fornicar. Sin mediación de chefs, sumilleres o grandes cortejos.
Y lo que más papeletas llevaba era el zarzaneo carnal, eso que la cultura o la civilización se han dedicado básicamente a complicar, aunque con el resultado de transformar el sexo, de gran secreto, en el mayor espectáculo.
Y ahora con lo de la prostitución femenina, ya veremos, cupiendo preguntarse si su interdicto no sea más que la puta del iceberg de ese afán pseudoizquierdoso de hacer desaparecer del paisaje, y del paisanaje, todo aquello que, no siendo natural, es declarado absurdamente ‘naturalizable’ mediante la ingeniería histórica, a la que tanto empeño ponen. Y todo por no haber leído ni a sus clásicos.
Decía Adorno algo así como que la mujer
individual, que vive enteramente dominada por la lógica masculina, representa a
la naturaleza, pero como todo lo presuntamente natural, al estar bajo la acción
de la historia queda desnaturalizada. Así es que, menos lobos.
Y de salvar a
las putas, aún menos. Excepto a las que hagan funcionarias, ya sea de carrera (la
otra) o de empleo, que es la rama ideal para ejercer y meritocratear, y por
ello saturada de políticos, bajo el control de la partitocracia, ese gran proxeneta.
Y a los putos, es que ni mencionarlos. Y mira que hay.
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