Ahora está limpio, pero hubo un tiempo en que San Andrés llegó a ser el patrón de los asesinos, al apadrinar lo de matar la res, la del sacrificio a Yahvé y al intestino grueso, y que por aquí desde el medievo no ha sido otra que su excelencia el cerdo –por tanto hablamos de cerdicidio-, nuestra auténtica res pública, nuestra utopía, nuestro sueño.
Los matarifes, sin saber nada de estar haciendo de Abraham, pero con sus trebejos de matar al hombro, apostados en este recodo del camino que nos lleva directos al invierno, como los killers on the road de Jinetes en la tormenta, de los Doors, aguardaban a la amanecida para cumplir su liturgia. Y no lo hacían en holidays, como dichos killers, sino en sábado, quizá para contravenir un poco más el viejo precepto de no trabajar en sabath, y menos en empeño tan guarro. –El catolicismo es un credo hecho a la contra de su origen judío, y lo suyo sería comulgar con un trozo de guarrilla en vez de con obleas-.
La cosa se presentaba como un ritual alimentario, una comunión, casi como una catarsis purificadora a base de ajopringue; un acto entre lo religioso y de supervivencia, siendo todo muy pagano pero excelso, lo cual, la unción del verdugo, la sacralización del acto como social y para la saciedad, liberaba al crimen de su culpa.
Más in fraganti, imposible |
Lo demás ha estado chupado (o mordido, masticado, deglutido, digerido y demás), pues si algún complejo de culpa nos ha quedado de todos esos millones de cerdicrímenes, este ha sido derivado a los gimnasios. Y que los matachines, que apenas cataban la oreja -arte por degustación-, se largaban, ya no matan en persona.
Y es que, al fin, matar por San Andrés no es nada personal; son negocios.
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