Viajes con mi primo. Libro de entradas y salidas de Mediwat López. Impreso en hueso de fémur de equino de primera; sistema odontográfico para lectura láser. Ejemplar único. Museo de Cultura Hincaica. Cuentacuentos: Hermeneutina López.
Todo son átomos y entre ellos lo único
que existe es el vacío. Demócrito
Cuando mis dos nietecitos pascuales
vinieron de merendar su compuesto carminativo de sales de eneldo y aliaga, y me
lo trajeron, no me sorprendió. Habían encontrado a su autor dormido, y al ir a
bigotearle el costillar arrodalado por una tiña añera, una garrapata salió del
carrizal de su pelambre y se asustaron: “Mira, un hueso. Cógelo”. “No, tú que
eres mayor”. “¿Por una hora y veinte?”. “A ti te dan de mamar antes, por algo
será”. “Bueno...” . Lo cogieron y se fueron a dos metros, para examinarlo: “¿Qué son esas marcas?” . “Serán mates. A los
perros les van los números.” . “Arrea, ¿un hueso en clave?”. “Lo mismo es un
mapa del tesoro” . “Sí, de otro hueso enterrado; tú eres gilipollas”. “ ¿Y tú,
sabes leerlo?” . “No. Pero la abuela Hermeneutina sí. Una vez interpretó el
esqueleto de una sardina en salazón. Estaba de buena...”. Se relamió el mayor.
”Pues arreando”, ultimó el menor.
Al verlos venir azogados, abandoné mi
ramoneo estabulario y les pregunté: “¿Qué lleváis ahí, zarzaneros?”. Al menor
le faltó tiempo para decir: “Lo tenía el ratonero, que está ido perdido. ¿Nos
lo leerás?”. “Trae aquí. A ver...”, dije escudriñando las marcas dentarias del
húmero siniestrado. “Esto parecen vivencias. No nos incumbe. Se lo daremos a
Sumo”. Y por poco les doy un berrinche: “¡Nooo, güela, nooo, léenoslo antes,
andaaa, porfi!”. “ Mira que no me gusta que os metijéis en la vida de nadie”.
Repuse. “Además, se trata de un perro. Está totalmente contraindicado”. “¿Pero
para cuentistas, los perros, no? Puede ser chuli”. “Y peligroso. Se trata de un
superviviente de los Años Acelerados” . ”¿Y eso qué era, un grupo musical?”.
“No –no pude reprimir una risilla. Estos críos...–. Era cuando se buscaban las
respuestas. Y el ratonero era de la vanguardia”. Yo miré a los danzantes
pensando en otras cosas. Tal vez en otros bailes, en otros corazones. Y casi
sin querer, seducida por el duende pegadizo de la infancia, les hice bajar el
nivel de su júbilo y empecé a leer bajito aquel trozo calcinado de memoria...
“Hola, qué tal. Para quien le interese, soy Mediwat López, de los López de Casajuncaña. Nunca he padecido la hidatidosis ni la rabia y mi sentido olfativo es veinte mil veces superior al del hombre. Pero eso no ha sido suficiente para escapar al fin. Al contrario, más bien lo he perseguido desde la noche aquella en que, contra mi parecer, me uní al bandido corneja y a mi estimado Patócleto en la Cápsula de los Tiempos y, antes de mi segundo ladrido de alarma, marchábamos dejando un futuro de plastilina a nuestras espaldas entre la nube roja en llamas que nos cegaba aspirándonos fría como el sudor que ahora siento...
Después, el deslumbrón se deshizo en volutas en una niebla seca, y el universo de fuego desapareció. Debido a la deshidratación, las fibras nerviosas de mi superdotada nariz quedaron bajo mínimos, y no pude indagar más sobre la película. Recuerdo, eso sí, el aire insulso enrarecido, similar al del salón de mis amos. Y que el huevudo Brevon me guiscaba:
–¿Y tú dices que tu mucosa olfativa es
una maravilla? ¡Una puta mierda! Un humano, con su porquería de 0.006
milímetros y drogado, huele más que tú.
Menudo
viaje me pegó, con su alma de chacal.
Cuando ya estábamos bien perdidos en la
perdición, atisbamos entre la gasa de niebla aproximarse un reflejo material.
Algo que incluimos en el esperanzador grupo de los objetos, y lo que al fin se
plantó ante nosotros era un fiero guerrero con el casco abollado. Y va y nos
vocea. Aunque al menos sabemos que somos una presencia:
–¡Eh, vosotros. Soy Hermes, el
mensajero de los dioses, dios mismo de la Astucia, la Suerte y el Robo, y vengo
a escoltaros hasta el Hades. Así que andaros con ojo!
De manera que lo creemos, por la cuenta
que nos trae.
–¿No queríais espíritus? Pues ya
estaréis contentos –les digo, nada satisfecho con mi destino. Y le seguimos sin
resollar porque, como es dios, va a todo puño. Pato le grita, desjarretado:
–¿Adónde vamos, buen Hermes pederasta?
–Pero no le contesta. Menos mal. Porque mi amigo confunde los términos y éste
debe ser uno de los dioses más groseros de por aquí. Por fin se digna, pero sin
volverse:
–A cruzar el Aqueronte. Yo no sé por
quién venís recomendados, pero debéis de tener un buen agarre. Aquí todo el
mundo lo cruza con sus huevos. ¿Lleváis los óbolos?
Nuestra extrañeza es intensa. Y Brevon,
que no se corta un ápice, grita:
–No, pero el pato puede recitarle el
listín de especies en extinción en un pestañeo.
Hermes da paso y medio y se para. Luego
se vuelve. Su mirada es mortal. Nosotros también nos paramos. Yo pienso: “Ya
está, ahora nos desintegra de una hostia”. Pero no. Sigue. Peor. Como es el
dios de la astucia, espera que te esperarás. Y en efecto; por lo menos por lo
menos estuvimos dos o tres años luz corriendo como galgos hasta llegar al
Aqueronte. Al acabar, y sin dejar ni descalzarnos:
–¿Qué, algún chistecito más? –Reta. Si
se le ocurre al bocazas de Brevon decir algo, le pego un bocado que le quito la
cabeza. Y, reventados, al ir a sentarnos en su orilla, sale con un exabrupto,
una cosa que para qué, que qué nos hemos creído, que si pensamos que él es
nuestro criado, que cómo nos atrevemos a poner el culo en el reino de
Ultratumba. Y entonces caemos. Pato, con mucha urbanidad, inquiere:
–¿Entonces, señor, ésto es... el Más Allá?
Y Hermes se ríe como un mostrenco sin
entraderas. Cuando termina, viendo el cariño de Cleto por las aguas, dice todo
conmiserado:
–Ni se te ocurra. Como pongas tu pico
en ese río, vas de ala. Es el Lete. Se te olvidaría hasta la talla de tus más
preciados miembros y ya no podrías volver nunca jamás al mundo porque
olvidarías a tus seres más queridos. Si es que tienes alguno, claro –cosa que
molesta infinito a Cleto, muy unido a los suyos, en la distancia, por
supuesto–. Por otro lado, la unión a tu propio destino acá sería definitiva,
nada de interina y tal –se vuelve y se echa una murga para sí, aún audible–:
Joder y san joder, lo que habrá que aguantar con los premiados en esa dichosa
máquina. Ganas me dan de dejarlos estrellarse...
Pero
se revuelve y con sonrisa sulfídrica, halaga:
–Bueno, sin embargo os llevaré, antes
de ver a Caronte, adonde podáis bañaros, que oléis a pocilga –es verdad,
tiramos de culo–. Iremos al Estige. Allí os pegáis un chapuzón, regalo de la
casa, que además, y por si volvéis, os hará invulnerables a los peligros
terrestres. Pero primero, vaciad vuestros cuerpos de todo, que yo os lo guardo.
Nos miramos. Pato y Brevon apenas si
llevan encima algún piojillo. Yo me despojo de varias liendres –nobleza obliga–
y se las doy inocente a Hermes. Me mira sin saber si eliminarme allí mismo o
esperar a buscarme un final más adecuado para su odio. Y yo me quedo, tan
cándido, con las liendres en la mano, mientras mis ‘compañeros’ se escachuflan
de gusto. Entonces recuerdo que el dios también lo es del Robo. Y además, rebuzna:
–¡A la próxima, os dejo a merced de las
Erinias! Id tomando nota.
Y
se va, dejándonos el suspense de algo que debe ser el no va más de lo peor.
He de decir que todos los asertos que
nos contaron de Hermes eran ciertos. El Estige ese es una cloaca. Allí flota
todo tipo de roña, ropa interior, secreciones y hasta alguna catalina. Como
resulta que todo el mundo quiere bañarse y volverse invulnerable, siempre está
hasta los topes, de animales, humanos y cosas en pos de la mejor de las
eternidades, la terrena. Un sumidero en el que yo me he negado a meterme. No
así Pato, víctima una vez más de su genética, que buceaba y todo, sacando la
cabeza cubierta con una gorra de ova de cagarria mucosa que la mar de bonico.
Hermes, que yo creo que lo ha hecho a propósito, de punta como está desde el
principio, yo no sé por qué, ha salido tras de mí para arrojarme al fangal y
por más que he corrido no he podido escapar a su broma, pasándoselo en grande
con mis gritos de auxilio y pavor por el asco al tirarme al horripilante
vertedero. Sé que Brevon ha salido volando y que cuando he emergido del agua
infecta, al abrir los ojos he visto a Cleto nadar paradisiaco y tan feliz, y la
suela de la andalia de Hermes empujarme de nuevo a soportar la zahúrda líquida
de miasma. Tremendo. Hasta que el muy retorcido se ha cansado de obligarme y,
exhausto por la risa, se ha tumbado en la arena. Al rato, cuando he convencido
a Pato para salir del agua –por decir algo–, se ha levantado y se ha vaciado:
–¿Qué, sabéis ya por qué el que se baña
en este río resulta luego invulnerable? –Y se echa otras risas–. No es sólo por
la peste y la nube de moscas que le acuden a uno. Es que este es el río del
Odio y eso es toda una póliza contra accidentes. Y ahora ya podemos ir a ver a
Caronte.
En vista de su fechoría, Cleto cree un
buen momento para desagraviarse:
–Oiga, buen hombre, usted conoce a un
tal Cronómaco. Vino hace poco y dicen que puede haberse instalado aquí.
Hermes, que no tiene ninguna
majestuosidad a mi parecer, piensa un momento, se quita el casco, se rasca, se
lo pone y responde formal:
–No. No me suena. Vámonos. Pero si no
ha vuelto, seguro que está por ahí. Aquí nadie se muere.
El Aqueronte es una plasta de río,
verrugoso y merdino. Su densidad guache multiplica infinitesimal su languidez
entre naranja y mirra. O será una deformación profesional mía.
En realidad son cuatro en uno, pero tan
bien estranguladas sus rosáceas y tristonas lagunas y meandros, que ningún
extraño acertaría a distinguirlos. Y menos, a cruzarlos. Ni siquiera Hermes,
por mucho que se chulee. Tan solo el experto barquero Caronte.
–¡Hombre, viejo caimán de ribera! ¿Cómo
tienes hoy esas articulaciones?
Es cuando nos damos cuenta de que, en
realidad, aquí no hay humedad. Debe ser una salutación sarcástica. Ya digo que
este dios no dispone de un gramo de dignidad.
–¿Estos qué son, también del obsequio
ese de la comida para gatos?
–No hombre, no. Eso ya caducó. Es un
compromiso especial.
–Sí, pero es que me debes ya ciento
treinta óbolos y mi menda ya no financia más jetones como tú.
–Bueno, ¿y qué culpa tengo yo, a ver,
eh? Yo soy un mandao. A mí me han dicho los jefes que los lleve y, además, que
sabes que te lo voy a abonar, que el que cobra descansa y el que paga, más. Ya
estaremos a cuentas.
–O sea, más de clase turista. Pues que
sepas que es la última vez. Aquí, el que viene, viene con el óbolo en la boca y
si no, los trasbordas con tus santos cuernos. Porque estos no son muertos ni
son nada y, a la próxima, ni dioses ni chorras; se quedan vagando por estas orillas
hasta que me salga pelo en la frente. Que luego, el que le paga la renta a la
gobernanta Parséfane soy yo. Estás advertido.
Nos deja pasar echándose a un lado para
examinarnos mezquino. No sé lo que le pasaría en la otra vida, pero su aspecto
es deplorable. Se cree que venimos por gusto. Y la barcaza es de ole. Tira más
a balsa. No le ha repuesto ni un cuévano desde que la tiene, el muy ladilla. Me
veo náufrago. Este Más Allá está hecho una lástima. No me extraña que nadie
quiera venir. Hermes, cuando pasa hacia el fondo se ríe para sí y nos
chismorrea:
–Este se piensa que todos van a colocar en la tumba una moneda para que las almas puedan sufragarse el paso al Hades. Para hacerle el negocio a él, viejo usurero, cretino. Y sin darme el diez por ciento. Y yo, a ponerle barreras al campo. Está listo.
Es la leche este Hermes. Con razón los
animales de la granja lo han santificado como patrón iconográfico. Queda claro
que por temor a sus represalias. Nosotros miramos por las que pueda tomar
Caronte. Al fin y al cabo, somos huéspedes suyos. Pero él sigue a su bola,
ofendiendo cada vez que abre el ósculo:
–Bah, está más sordo que un padre con
quinceañeros. Si no, de qué un minusválido iba a tener este negocio.
Es
que no medita. Ni escatima. El barquero nos mira desde el timón, tenebroso como
la inextricable insalubridad que nos rodea y nos infecta. La escorrentía nos
traga hasta un río en llamas.
–Es el Flogetón –nos instruye Hermes–. Aquí
arden las acciones inconclusas y los medio seres. Por eso las llamas son tan
altas.
Es verdad. Sus cuarenta varas agravan
una imposible vecindad incandescente para nuestro pálpito. Pero al aproximarse,
su flama no nos funde como una vela sino que nos arropa sin calor.
–¡Rápido, debajo de mi yelmo! –Ordena
Hermes.
El fuego mudo debería habernos
chamuscado a estas alturas, siendo más nuestros ardores que el suyo. El yelmo
es peor. Una sartén donde freírnos los huevos. Pero como dice mi amo, a vuelta
y media, torrezno fuera. Solo que fuera, nada más me queda el rabo y, ¡maldición!,
con la cola chuscarrada seré el hazmerreír de Casajuncaña; otro estigma, como
si no tuviera bastante con ser perro. Insondable es esta travesía a oscuras,
bajo un palio irrespirable de bronce sudoroso. Toc, toc. Debe de haberse
acabado el billete del crematorio. Salgo y lo primero que veo es mi rabo
intacto. Hermes me dirige un guiño cómplice. Y cuando voy a consultar con mis
compañeros y conmigo el primero, del pantanal de vahos como sauces, nos llegan
todo tipo de aullidos, gritos aserrantes, ayes de malparto, jipíos de penas
intolerables que nos ponen las caras de azucena. Mira si serán, que Brevon,
siempre tan intrépido, ganguea con su tráquea oprimida por la incerteza.
–Ahora pasamos el Cocito, río de los Lamentos, adelantado del Tártaro y manantial inagotable de vicisitudes –ilustra Hermes, trocado en contramaestre despiadado del apático Caronte.
La sed derrama salitre en las
gargantas. Por eso, cuando el guía nos pregunta: “¿Sabéis la parábola de los
perros y los hombres ciegos?”, los tres a una le damos un “¡No!” que lo hace
callar. Mas de pronto, una inmensa claridad, un horizonte de azules de después
de la lluvia se abre ante nosotros plana, en un paisaje inalámbrico, besado por
las aguas de un río de decencia. Brevon alza el vuelo en su busca, pero un
Hermes odioso deletrea cruel: ‘L-e-t-e’, y el vientre del corneja emerge
zozobrando sin tocar con su pico ningún agua.
Desembarcados, nuestra boca de lija
mira alejarse a Caronte, atravesándonos como si fuéramos perfectamente
cristalinos. Jamás vi estuario tan seco. Un llanto nos devuelve del
transparente espectro que es el Hades, un peatón blanco de turbante y cinturón
de cuero negros y una lira en la mano. Que no le hace falta porque su queja ya
es música. No hace más que volver la vista atrás y a cada giro arrecia su
melodioso plañir. Sus lágrimas son sed y boqueamos ansiosos. Hermes se
refocila:
–¿Qué, ya has vuelto a las andadas? Eso
te pasa por desobediente. ¿A ti no se te dijo que no miraras para atrás
mientras salías del Más Allá?
Y su concierto de lágrimas como uvas
moscatelas son la nana que nos acuna con sus alas de mosca. Hermes, algo
desbravado por lo inofensivo del penante, depone su actitud terrorista y le da
puerta con desdén:
–Bueno, pues quédate con la copla. Ya
sabes que no tienes que volver la cabeza. O tu amada se desvanecerá. ¿Es que no
te entra? –”Sí, sí”, da cabezazos el cantante ligero, sonándose en la túnica–.
Pues no seas carajudo. Venga, hale –lo despide con palmadas en la chepa. Se
arrodilla en la arena, juega con unos guijarros y nos hace una semblanza del
músico que agrega a los restos de nuestro naufragio, mientras se rasca la
pelambre para entonarse:
–Es el lila de Orfeo. Los dioses le dan
la facultad de apaciguar a las criaturas haciendo música hasta del mear y no
tiene otra cosa que hacer que estar detrás de la novia. Claro, pasa cuando se
le antoja, porque todos se duermen a su paso. Hasta Cerbero, que tiene tres
cabezas de doberman, todas operadas de las orejas, acaba arranado. Las
gobernantas siempre le permiten volverse con su ligue, pero como lo ven tan
así, le dan largas y se la mandan con retraso, de manera que si se vuelve, ésta
se esfuma. No tiene remedio. Está grillado. Y luego, como tiene tanto éxito,
las tías lo quieren en propiedad y las saca locas, disputándoselo. Pero él,
¡buu, buu!, bubeando, piándolas siempre por la novia perdida. Total, que se
hinchan de él y lo limpian como un gallino y arrojan al río su cabeza y su
lira. Por guapo y por melómano. Que son unos lilas estos genios...
Es lo último, antes de caer
traspuestos. Soñamos todos juntos que es de noche y que Fobetor y Fántaso,
hijos de Hipno, se han levantado de su galvana y se acercan conspirando contra
su hermano Morfeo, que lee sofismas de Protágoras sobre nuestros culos. Los
conspiradores son tan pronto un zafiro purulento como una pérgola o un pimiento
(no sé si morrón), fiel a su naturaleza onírica y poliédrica. Se echan sobre
Morfeo y de un soplo lo transparentan y a través de él, los nietos de Tanatos
nos transmiten un morse de imágenes bestiales y la promesa de un pan de bujías
candeales que se vuelve lámpara de alacranes de abdómenes destripados colgando
agonizantes sobre nuestros rostros taponados por el olor mefítico de las
vaharadas enfermizas de su contenido, precipitado sobre nuestras bocas y nos
despierta.
Ya no tenemos sed. Hermes está ayudando a coger agua del Lete en unas pezuñas de mula a unas ninfas desconocidas. El Aqueronte es un río elitista cien por cien. Todo porque dio de beber a Zeus. Desde entonces se exige llevar sangre de reyes. Al vernos repuestos, nos dice que es para una mala obra. Es insólito, inédito e implícito, pero no sé por qué un dios al que se le supone el secreto y la discreción hace cosas tan raras. Además de indigno del adjetivo hermético, como derivado. Y nunca sabemos de qué parte del sentido habla. Ahora, nos arrea para ir a unas cavernas que nos señala. Nosotros no vemos nada, pero él insiste a brazo tendido:
–¿Las veis, allí, en aquel collado en
forma de un pato coyuga, verde azar?
La
madre que lo parió. Baja el brazo y
Cleto pregunta:
–¿Qué numerito nos espera allí?
Y él responde:
–Cerbero. Vamos a ver cómo está de las
orejas.
Dejamos atrás el yodo y salfumán de los
esteros, en su más irreal coloración anhídrida. No estamos nada seguros de
estar donde nos encontramos. Supongo que como todo el mundo, pero más.
Patócleto parece prematuramente ajado. Nuestra juventud era algo que salía de
nosotros absorbida por el agujero de la vida, como dos volúmenes distintos de
descompensada presión, ¿y ahora? Brevon mira todo con su acendrado y ya algo
maltrecho escepticismo, sin poder controlar el cañamazo de esta incisión
extrasensorial que nos hemos buscado. Y no hace más que decir que ‘es como
tener un hormiguero en la cloaca: una duda razonable’. Y seguimos al culo de un
jovial Hermes, que nos saca, en medidas terráqueas, media legua.
Cuando llegamos a la cava, para mi
gusto demasiado repulida, Cerbero se avía las criadillas del último aventurero.
No sabemos de quién, pero son de buen tamaño. Con las tres bocas llenas, tres
veces incivil, nos amenaza a modo de saludo, chorreando tejido reproductor con
restos de savia macha en sus fauces. Un percance me recorre, sabedor de que soy
el único con manjar tan sabroso a sus alcances. De manera que voy a soltarle la
endecha de que su premio, en mi caso, serán unas minúsculas bolitas no del todo
desarrolladas, aunque muy bien puestas junto al ano, y a recordarle que, por si
fuera poco, perro no come perro. Pero, contra pronóstico, Hermes se le acerca y
le habla a una oreja. Luego, la cabeza transmite a las otras el recado y,
mirándonos con aire de asentador de lonja de pescado, coge y se aposenta. El
dios charrán nos insta, meteprisas:
–Vamos, ¿es que os vais a quedar ahí
para la foto? Pues siento deciros que no hay.
No cabemos de fascinación. ¿Será una
renovación del cuento del poli malo/poli bueno? Del agua mansa líbreme un dios.
–Pero bueno, ¿soy el dios de la suerte,
o no? –Nos impulsa a dudar, Hermes.
–Es que no hemos traído las tortas de
cebada y miel preceptivas de rigor.
Se atreve por fin a explicarse Pato. Yo
no lo sabía. Hermes se descabeza de risa:
–¡Pero venga ya. Si eso era antes!
Ahora son bollos con sésamo y mostaza y una loncha de carne a la plancha en
medio. Y ya le he dicho que vais por cuenta de la casa. Y ahora, ¿pasáis o no?,
que yo no puedo echar todo el día con tres ridículos turistas.
–Pero mire usted cómo se le ha hecho la
boca agua al nombrárselas.
No está seguro, Pato, a merced del
tricabestro. No es el primero que se enfrenta a dos cabezas, aunque sean
asadas, y perece en el intento. Con tres y en carne viva, definitivamente es
peor. Reparo en que las orejas del can siguen caídas tras la operación. Los
dioses deben de ser unos dejados, la verdad. Gente sin estilo, de la que
empezamos a desconfiar. Así es que cruzamos nuestros cuerpos de gelatina por su
lado. En ese momento, abre un ojo, estrábico, de un vidrio fosco verde pícea y
bosteza primero una, luego otra, y así hasta la tercera. Y es que ni nos
petrifica. Hermes avanza ya por el final de luz tenue, por un dosel de
estalactitas cuya calcita nos deslumbra al refractarse en las pozas donde
escurren desde más allá del Más Allá al que, por el arrodillamiento de Hermes,
suponemos que hemos llegado. Se levanta y se dirige por un trazado hacia una
reunión de mucho relumbrón. Tanto que nada vemos. Sin poder precisar sus
rasgos, todos, incluso Hermes tienen cara de jibia congelada y hablan con mucho
modismo; aunque con él no hay cuenta porque cambia de jeta cuando se le figura.
Hay sombras blancas y serviciales que se traspasan ingrávidas.
Hermes vuelve y nos dice que seremos recibidos tras la revisión de un juicio que se sigue a instancias del espíritu de un perro de ciego que lleva sufriendo –injustamente– ciento veinte años los tormentos de los arañazos de las Erinias, de uñas de costurera pintadas con laca de segunda, rotas y llenas de mugre. Demanda que el castigo deje de ser eterno y pase a infinito. Que sea más perruno. Cleto, más solícito y requisito de la cuenta, pregunta:
–¿Nos dejarán mirar, buen Hermes?
Mucho se nos está amantecando con este
viajecico.
–Pero si no vemos un panizo –suelta
Brevon.
Hermes, que lleva lentes antiaverno,
dice que desde luego nos han mandado a este viaje de cualquier manera,
declinando cualquier responsabilidad por su parte.
En el grumo de formas pálidas de muchos
vatios una ninfa con túnica, caduceo, alas doradas y sandalias aladas lleva sin
parar copas al palio central.
–Esa Iris es la competencia desleal en
persona –despotrica Hermes malencarado–. Con el rollo del agua, bien que
acaramela a los dioses con su palmito y sus chismes, la muy puta. Que
compitamos en buena lid, dicen..., ¿y de dónde saco yo un par de tetas, eh?
Fuerte debe de ser la amenaza
profesional, en virtud del desbarre.
–¿Tan importante es su labor?
–¡Puaff! Ella es la copera. Y las
gobernantas deben beber constantemente del Lete. Y más, cuando tienen que hacer
juramentos o declaraciones solemnes.
–¿Y no les pasa nada al beber agua del
Lete, maestro Hermes? –Pregunta discipular Pato, empalagoso ya.
–Qué va. Cierta somnolencia, si acaso
–contesta zumbón por la boludez de Pato–. Pero así deciden mejor los destinos.
–¿Y qué hizo ese perro de antinatural, si
puede saberse. No le haría quedarse con sus propios boletos de lotería
–pregunta Brevon, por deformación profesional y un puntazo arregostado por
anteriores varapalos.
–No, nada de eso –Hermes le renueva la
desconfianza–. Según el sumario, lo llevaba por donde pisar mierdas, algunas
incluso suyas, depositadas con toda alevosía, y lo dejaba en las esquinas en
que más corría el viento. Y si alguien se acercaba a comprar, le meaba la
pernera, con lo que la profesión acabó por costarle dinero. Por no mentar que
quería tener relaciones con la mujer del ciego, cuya vuelta a casa era un
suplicio, tratando de despegarse los restos fecales de la sandalia y con el
chucho arreando castaña a propósito para que se chocase con todo el mobiliario
urbano. Todo, por una incongruencia sexual que el ama satisfacía viendo que no
estaba bien de la azotea y que en cualquier momento podía darles un disgusto.
Hasta que el ciego los barruntó en una tumbona y oliéndose –a ver qué remedio–
la jugada, puso en marcha el bastón y los tulló a palos entre aullidos y gritos
de ‘¡Oh, es él, es él!’. De la paliza, el perro murió y aquí está. Menudo
encargo.
–Los humanos ¿es que son raros, eh Don
Hermes?
Pregunta Cleto ya profundamente
enajenado por la puesta en escena. Y cuando el Buen Pastor va a responderle,
nos apremia con una sonrisa ditirámbica a dirigirnos al trono de las diosas.
Apocados como un alimento sin gracia o
un militar en la vida civil, nos arrodillamos con Hermes:
–Alabadas Hades y Perséfone, no necesariamente por ese orden: os traigo unos invitados terráqueos agraciados con la lotería de las Máquinas de Realidad Extrasensorial. Buscan a un gallo que al parecer no murió..., ¿cómo es su...? –nos requiere sin mirarnos y Patócleto se lo canta: “Cronómaco. Es cantante”. Como él.
–¿Cantante? –Dice una voz circular de
vibráfono–. ¿Canción ligera?
–Sólo las mañanitas –contesta Pato,
tontorrón. Es andaluz enrazado en Kraftwerk, de unos dos años, tirando a
azabache. Natural de la plataforma agropecuaria degradada 72, cuadrante
3-gamma-0.
Tras el preclaro centelleo que envuelve
las preclaras sombras, me hago su croquis, a pesar de ser inodoras. Parecen dos
ancianas bien conservadas, algo entradas en carnes y de negro luto, a mí no me
engañan, incluyendo alpargatas, medias y un delantal sujeto a la blusa con un
imperdible. Bien repantigadas, liman sus quijadas una contra otra como si
marruscaran entreteniendo una aspirina o unos postizos mal asentados en el velo
del paladar, y de vez en cuando se atusan el pelo bien estirado hacia atrás en
moño de soguilletas enrolladas y sujeto con peinetas ámbar. Una lleva un
pañuelo y se abanica con la vuelta del delantal:
–Verdaderamente, hija, yo no sé si será
por el refajo o el viso, pero estoy... –y se nos vuelve–: pues en el listado no
aparece ese Cronopaco. Claro que fíate tú de estos aparatos. Lo más posible,
fiel Hermes, es que, como será un ilegal, los de Transmigración estén detrás de
él y tarde o temprano le echen mano. Mientras, puedes llevar a los concursantes
a dar una vueltecica por los Campos Elíseos, que este año están hermosísimos, y
más con el cosechón de personajes célebres que nos ha caído últimamente. ¡Ay,
que asorrate más tremendooo!
–Gracias, noble Perséfone, gracias. Y
que os mejoréis del calor.
Dice Hermes con reverencia,
obligándonos a retroceder.
–Nunca creí que fueran tan entrañables
–no puede contenerse Pato. Su pleitesía es vomitiva. Nunca pensé que lo
detestaría tanto. Será su sangre americana, siempre tan insustancial y atraída
por lo dinástico.
–Hades es algo más rancia. Por los
gases y eso. Pero Perséfone es ideal, sí –lo que faltaba, Hermes en plan
betún–. De hecho, Perséfone es la auténtica reina de ultratumba. Y tiene mucho
ascendiente sobre todos y se porta de maravilla. Fíjate si será, que como es
pariente de las sirenas, las trajo para alegrarles la estancia a los humanos...
–Y a los demás que los parta un rayo,
¿no? –Se encara Brevon, que está hasta el gollete de tanto mogambo.
–¿Vas tú a cuestionar el programa de
actividades del Hades, so corneja? –Lo amenaza el otro, y prosigue–. ...pero
como pasaban tanto tiempo solos, claro, las achuchaban, y como se empeñaban en
mantenerse vírgenes, Afrodita las convirtió en aves para que, por lo menos, les
cantasen.
–¿Vamos entonces a los Campos Eliseos?
–Pregunta ufano, Pato.
–Y una mierda –contesta Brevon–. A ti,
si quieres, que te pastoreen. A mí no me esperes. Allí no habrá más que gente
guapa. Y para guapo, yo. He quedado harto de ríos yo, llamas y demás, como para
ir adonde dicen que es verano perpetuo. Allí nunca encontraríamos a un pollo si
no es al toast. Veo más urgente ir a donde vagan los penitentes neutros, que es
donde tendrá más posibilidad de marcarse algo, ¿o es que te crees que hay
tantos grandes pecadores?
–Yo estoy con él –y apoyo la sensatez–.
Si ves que tal, quedamos a la salida, Cleto.
Al contemporizar con él, parece que se
le deshace la nube y se nos une, ruborizado ante Hermes.
–¡Pues carretera y manta! –Se indigna
el guía–. ¡Ya veremos quién os saca de aquí!
Y sale maldiciendo nuestra volubilidad de clase media. Pero ni caso. Animamos a Pato, recuperado para la causa, y preguntando a todo tipo de penantes, nos internamos en una llanura inmensa cubierta por un tapiz de lirios negros y asfódelos, gracias a los cuales o, mejor dicho, a sus tubérculos, y dentro de lo que cabe, los aquí aherrojados, que son legión, de humanos, animales y hasta cosas perversas, conservan un cutis tan fino como sus flores, que para eso esto es el paraíso del cosmético. Algo es algo. Pero lo que es de Cronómaco, ni papa. Un cebú que viaja con un panal de abejas en la joroba nos lo aclara:
–Hay turistas que vienen y luego se
quedan sin papeles, escondidos o subempleados en los Campos. En realidad, están
controlados, pero no pueden ser fichados porque entonces toman carta de
naturaleza y hay que darles el alta o repatriarlos. El vuestro es un gallo
topo. No me cabe duda.
Su historial no tiene desperdicio. Pero
el caso es que no me acuerdo. Y un osito almizclero que expiaba alguna
disidencia, lo sigue a todas partes metiendo la lengua en el chorreón de miel
que le cuelga del entrecó, para así trincar azúcar y que su sangre sea
inservible. Con tal de largarnos nos alimenta la esperanza, fondeada piel
adentro:
–Yo oí la otra noche cantar un gallo. O
urogallo. No sé. Un mutante a lo mejor, porque su canto sonaba así como
Quiriquicán, can, can, quiriquicai, cai, cai.
Nos miramos mientras el oso vuelve a
pegarse el filete dulce.
–¿Dónde dices que fue eso? –Pregunta
Brevon, conspicuo.
–Fue en el Istmo de las Nanas –y vuelve
al chupeteo.
Brevon se intranquiliza, después de un
dicterio, mueve el pico para las pelotejas del osito, pero me adelanto:
–¿Podrías decirnos por dónde para eso?
–A mano izquierda de la confluencia del
Aqueronte, donde el camino parece que sube a lo real y se corta. Es de arenas
movedizas y sólo los turistas pueden transitarlo con éxito. Y ahora déjenme
merendar, que esto va para largo.
No sabíamos exactamente qué; si el
mamoneo o el cautiverio. Nuestro entendimiento empezaba a ser de borra. El
canto bigardo de un alcaudón lejano se oyó y nosotros nos fuimos tras él hacia
el penúltimo confín, provistos de otra alegría simulada. Dimos un rodeo por los
acantilados que aserraban los labios de las simas púrpuras del Tártaro, por las
explanadas demenciales de malva helado hasta los estuarios, vadeándolos por
donde las sanguijuelas realizan su función clorofílica a sorbitones de alcanfor
y oxhídricos de sosa en el pantanal de humo frío del arrabal del pesar. Todo,
sin perdernos, gracias a mi olfato y un par de compinches habichuelos, de
arrestos tegumentosos, mirada aviruelada y gesto jabalino.
Al anochecer, divisamos bajo la pagoda celeste el cuello de arena inhóspito, a tiras de bario y cobre. Allí, o te ciega esa luz con su nevisca de motitas de azúcar glas o te sofoca la más temible tiniebla. Su muérdago se nos prendió en la boca dispuestos para ser servidos en bandeja de piel de gallina como bufé frío a la tiritera. A lo lejos, más allá de las ensenadas que recortan la lengua del bajío en forma de cuchara, se veía el punto de partida. Las aguas mansas irisadas subían lentas como el enorme respirar de un cetáceo. Pensares nos asaltaron a flor de piel cuando una noche sin luceros rompía... El agua mareaba encorsetando la arena, un mercurio amante fuera de sí. Pero nadie cantaba. Y cuando quedaba una cinta, creyendo que las caracolas harían presa en nuestros rumores con los suyos, hacinados en el fracaso, un muermo echó a andar por el istmo. Yo recordaba, rezagado, el perro del ciego y sus genes subversivos. Y un temor recóndito me avisó de que pronto aquella búsqueda iba a ser una misión incumplida y estéril. Me gritaron con prisa desde la otra orilla, pero encayado por lo que creí brisa, mis ultrasonidos oían no sé si en mí un chanelo desarraigado:
Caminito de la vida, dónde me vas a llevar...
Recurrí a los gestos para acallar su
trajín y concentrarme. Cerré los ojos, crecí como amapola: Me alegré con mi
llanto. Era Cronómaco. O su lamento de agujero negro:
Yo soy un pobre paisano que tiene que caminar
Volveríamos a poner a calentar la
blandura de los crepúsculos solares:
de día a la luz del día, de noche en la oscuridad.
Y a rebañar los últimos vestigios de
las tardadas de primavera. Sentía el aguijón de la amistad cada vez más en mí,
cada vez más corpóreo:
Soy un nido de tristeza en un mundo de coral,
Y empecé a gritar su nombre hasta
abrírseme palabras como puertas:
llevo grabaíto el nombre de la pura soledad;
Y según se perdían nuestras llamadas,
aquel vientre herido que cantaba se fue. Y en el soportal de su despedida se
olvidó la estrofa más acre y más extraña:
no tengo quien me maldiga ni yo a quien acompañar.
Extrañado, distribuido mi corazón por
todas las distancias, agaché la cabeza y fui al encuentro de los plumíferos que
me tendían su gavia de graznidos, chapoteando en el agua seca que había
cubierto ya el banco de arena que hacía burbujas y gorgoritos con el aire de
los seres que se había ido tragando, y allí arrojé mi aliento.
Al reencontrarnos, vi un gozo libre de cargas en sus ojos. Algo más allá estaba el punto de partida. Y, entre un aire desatado desde la mar rizada, una sombra o una porción de noche, tiesa y altiva vigilaba la marea del istmo, como si meciera una cuna, como he visto tantas veces hacer a los humanos, tratando de paso de entonar, sin conseguirlo, con un falso sonido, una de esas canciones que a su lado y a esas horas amainan la vigilia de los hombres niño. Pensé que igual se cantaba a sí buscándose. Como una raza infantil. Y pensé que si ni con el crimen ni con su muerte había logrado hallarse, pretender hacerlo con una imitación, sorprenderse a sí misma con el lenguaje rudimentario que quería para sí, heredado de unos genes alienígenas injertados, era albergar una vana esperanza. Un juego del que debíamos huir porque siempre serviríamos como moneda de pago. Sonó un timbre e, igual que habíamos sido despachados, fuimos reabsorbidos hacia el lado sólido, escupidos por la máquina fabril de vida etérea, que todavía cañoneaba el Areópago con aburridos haces de sombras dudosas. Pero ya no me interesaba.
Salimos y, amorrados y sin despedirnos, cada uno buscó su querencia entre los despojos. Si el hombre tiene antes de nacer 3.500 incorrecciones genéticas, ¿cuántas tendremos nosotros tras sufrirlos? A cada uno nos han sacado cuerdos de una forma, pero nuestros destinos siguen pendientes. Los rumiantes querían conocer el porvenir de la vida, tan indispensable para disponer un plan, pero, por lo que vimos, puede que éste yazca tendido como una inmensa periferia, y sea en el baúl del presente donde se atesoran sus minúsculos orígenes. Pero jamás se enterarían. La inundación de los días pasó y su limo nutricio, tras cebar meses, años de búsqueda, al final perdió su fertilidad y caducó, y todos se fueron con el viento dejando a nuestra soledad como una zona árida, desertizada, de la que sólo quedo yo y el abatimiento, que no la hay mayor que la impotencia, y la más grande la apenas insinuada, la más desconocida, nuestra vida”.
Me quedé mirando el borroso infinito de la nostalgia, y recuerdo que
cuando fui a suspirar junto a mis gemelos pascuales, que estarían esperando la
moraleja, no pude hacerlo porque éstos dormían hacía rato. Y soñaban que eran
niños.
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