Mucha gente cree que el bacalao al pilpil o la cocina vasca,
vieja o nueva, son los elementos de choque de un nacionalismo ultra.
No saben lo lejos que se hallan de la verdad, pues el verdadero caballo de batalla nacionalista es la pizza.
No saben lo lejos que se hallan de la verdad, pues el verdadero caballo de batalla nacionalista es la pizza.
Durante muchos años, el nacionalismo hispano exaltó valores
como aquéllos, habida cuenta de lo triperos que todos somos, junto a la célebre
nobleza, integridad y reciedumbre vascas, valores inocuos a pesar de la
apariencia, en los que cabían desde los requetés a los barojas, y hubo hasta
quien se los creyó en aquel bando como líneas para transfigurar un arquetipo,
siempre esencial en la búsqueda del ser y la nada y la identidad, materna en el
caso vasco.
Pero pronto se percataron de que la mejor línea a seguir por
cualquier nacionalista moderno con autoestima era la de atiborrarse de
hamburguesas. Mejor si se las daban con queso. De esa forma nació el
nacionalismo Big Mac, consistente en emparedar a la carnaza democrática de
desecho que ha logrado, no sin esfuerzo, hacerse pasar por opresora, entre una
fuerza fascista con imagen sin embargo de liberación democrática, y otra que
sencillamente hace de base y de gobierno de perfil débil, o de pacotilla o
bienmandado.
Naturalmente, para que ese infantilismo haya tenido lugar
han tenido que pasar muchas cosas, pero básicamente una: que al juannadie que
tiene que levantarse de madrugada a buscarse la vida se la sude ser carnaza de
MacDonald o de Burger King. Es decir, que lo que el nacionalismo central y el
periférico pretendían inculcarle, el currito lo ha asimilado llegando a la
única conclusión posible identificándose con su realidad de dependencia de
quien realmente gobierna su vida toda.
Obviamente, eso es derrotismo según unos y entreguismo según
otros, y por ello le acosarán para venderle la burra, si bien él permanezca
impertérrito sabiendo que la historia está con él, puesto que mientras consuma
los productos de sus opresores, tendrá el respaldo y tarjetas por navidad de
bancos, cadenas de distribución, multinacionales, etc, que son quienes deciden
las fronteras individuo a individuo. Algo que con gran intuición vio Stalin
–quien iba a ser si no– que, sin necesidad de ir al Pryca, advirtió que el
nacionalismo es la manera en que el gusto cambia en virtud de las necesidades
de vender mercancías.
De ahí que el grado de consumo de comida rápida sea
inversamente proporcional a la lógica de una ideología nacionalista moderna,
por otra parte absolutamente coherente. De manera que cuando los abertzales
(como ahora la CUP), atacados de izquierdismo como enfermedad infantil del
comunismo, qué risa, tras ponerse ciegos de pizzas, amedrentan a la población
para que consuman platos típicos del país, o se enrosquen una estelada, no es por hacer patria sino porque
se sospechan que, pese a cualquier otro gusto en lo que sea, no renuncias al cocidito madrileño; eso sí, siempre, respetando al que se come las
angulas, siempre que puedan permitírselo, y sean buenos soberanistas, naturalmente.
Una lógica aplastante que los de a pie entienden por ser la
muy antigua de “haz lo que veas”, a pesar de recibir el mensaje de “haz lo que
te diga y no lo que yo haga”, pues los mensajes con regusto eclesiástico han
cambiado mucho, y más, sabiendo, por mucha filosofía parda que sea, que de lo
que se trata, como siempre, es de cambiar de aniagueros en vez de propietarios (para seguir eternamente de currantes). Y
claro, el personal, sí, toma cursillos de cocina identitaria. Pero come
perritos calientes, por si acaso. Y los ahorros, en el BBV o el Santander. Por
si acaso. Y viva el internacionalismo proletario. Y por supuesto, el hecho
diferencial.
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