Si hay un mobiliario urbano verdaderamente
antiestético en cualquier ciudad ése es un concejal hablando en plena calle por
el móvil.
El aspecto ido cuando no netamente histérico de broker de bolsa (“¡compra! ¡vende! compra!”) que suele acompañar al uso callejero del móvil, resulta cuando menos ridículo en quien debe emplear sosiego y templanza con los menesteres más domésticos; como infantil es esa necesidad infundada de jugar a lo Bond, James Bond, con alta tecnología para dar a entender un nivel que para nada se le exige, sino todo lo contrario, peatonalizarse para ser accesible, cercano y conciudadano, y no ese andar gacho y huidizo, como a tumbos (pues si según Tráfico se conduce mal en ciertos estados, no veas en estado de concejal), tan maleducado y ciertamente grosero que nos hace abandonar toda esperanza ante esa imagen perdida cuando no esquiva, escondidos para no ver o no ser vistos, como los niños que se tapan el rostro con las manos, tras un fetiche por el que al parecer evacuan consultas y otras cosas tan perentorias o más cuya gestión resulta tan inaplazable que han de resolver in itinere, que así saldrán luego, o al menos esa es la impresión de aquí-te-pillo-aquí-te-mato que causan en el vecino y sin embargo votante, cuyo vértigo ante tan desordenada visión alcanza luego a luego a sus bolsillos.
El aspecto ido cuando no netamente histérico de broker de bolsa (“¡compra! ¡vende! compra!”) que suele acompañar al uso callejero del móvil, resulta cuando menos ridículo en quien debe emplear sosiego y templanza con los menesteres más domésticos; como infantil es esa necesidad infundada de jugar a lo Bond, James Bond, con alta tecnología para dar a entender un nivel que para nada se le exige, sino todo lo contrario, peatonalizarse para ser accesible, cercano y conciudadano, y no ese andar gacho y huidizo, como a tumbos (pues si según Tráfico se conduce mal en ciertos estados, no veas en estado de concejal), tan maleducado y ciertamente grosero que nos hace abandonar toda esperanza ante esa imagen perdida cuando no esquiva, escondidos para no ver o no ser vistos, como los niños que se tapan el rostro con las manos, tras un fetiche por el que al parecer evacuan consultas y otras cosas tan perentorias o más cuya gestión resulta tan inaplazable que han de resolver in itinere, que así saldrán luego, o al menos esa es la impresión de aquí-te-pillo-aquí-te-mato que causan en el vecino y sin embargo votante, cuyo vértigo ante tan desordenada visión alcanza luego a luego a sus bolsillos.
Pero todos sabemos que lo peor de tal
acto no es lo dicho, sino que si nos es tan familiar, es porque les es gratis, y
teniendo en cuenta que si los políticos son de por sí de hablar gratuito, si
encima llaman, y con cargo al presupuesto, además de la inquina que eso
incrementa en el vecino, ello supone una demostración inmejorable de mala
administración de los bienes prestados, que cuando son abundantes como el
puesto a su disposición, resulta aún más indigno atiborrarse mostrando hambre
de móvil, con esa imagen de alampados, traspellados de verbo, que dan por la
rúa.
¿O es que, un suponer, si el consistorio facilitara a sus ediles una cantidad indefinida de alcaparras se las echarían al colacao para desayunar?
¿O es que, un suponer, si el consistorio facilitara a sus ediles una cantidad indefinida de alcaparras se las echarían al colacao para desayunar?
No. Yo creo que lo que todo esto
demuestra es que les pasa como a esos niños de seis años para los que han
inventado móviles para comunicarse con sus padres, sencillamente porque les
falta la comunicación básica con ellos, teniendo que acudir por tanto a otra
más secundaria, y que tanto apego por las microondas de estos inalámbricados
quizás se deba a su desimbricación real en el contexto que dicen representar,
que tratan de remediar con verborrea que suena a soliloquio. Algo que podrían
paliar dejándose en casa sus móviles –los cacharros, ya que los otros, ni soñarlo–
y tomar de su propia receta y subir en el bus, que seguro que también es gratis
para ellos, como para esos miles de ciudadanos subvencionados que no pagan ni a
tiros, y se fijen un poco en su ciudad, de la cual no tienen que avergonzarse más que cualquier otro vecino.
Si eligen un día de esos de lluvia apenas
entrevista, que a pesar de la aridez del clima, antes magnífico para los
tuberculosos y reclamo ahora de una prosperidad celestial, pues a fuerza de mal
oraje todo lo demás tiende a paradisíaco, verán que aquí, aunque parezca una
lluvia seca, llueve bastante, a juzgar por los charcos que con impune facilidad
se forman a cada recodo para ahorrar agua de ducha con la impagable ayuda de
los coches aspersores, compensando así el gasto sin control, pero sin duda
imprescindible, llevado a cabo por anegadores de césped, camiones cisterna
privados y públicos, la empresa de limpiezas y otras más particulares que
limpiamente y con sólo una llave de paso piratean o despilfarran, eso sí, lo
justo para concienciarnos de la necesidad de su ahorro. Gracias por tanto.
El transporte público está para eso, para
hacer turismo y ver mundo. O es que alguien pensaba que estaba para solucionar
el acceso a los centros de trabajo o los barrios de una ciudad diseñada como
una metrópolis de juguete, con todos sus defectos y ninguna de sus virtudes.
Así pues el paseo (en autobús), aunque prohibitivo hasta la jubilación, tiene
tal poder de humanización y tal capacidad de dar forma a lo amorfo y vivificar
lo inerte de cualquier mueble urbano, que debería ser obligatorio para los
concejales, e incluso podría llegar a movilizar al de movilidad.
Es más, retruco, y propongo –vamos a
echar la ventana por la casa– que se cree una Vuelta a la ciudad en Siete
Buses, que según los días o los recorridos, permita contemplar, los lunes, esas
melés de las rentrés más atocinadas que un gorrino petrén, con pasada gratis
por los hospitales; los martes, la maravilla del juego de cometas que forman
sin querer bolsas y papelorio del mercadillo a un kilómetro a la redonda, y
visita relámpago con guía–guardaespaldas explicativo; los miércoles podrían
dedicarse a disfrutar de los baches, los rompesuspensiones, las obras, las
cargas y descargas, con seguimiento especial de algún alumno de autoescuela,
lúdico total; los jueves podríamos aproximarnos al botellón central de la zona
de copas, acompañados de algún experto en vudú que aportase lo suyo a ese
fenómeno protagonizado por los poseídos por el agua de fuego y otras, con
degustación de algún chupito o algo; para el viernes sería ideal una especie de
expediente X investigando sobre los olores a purines –¿tanto cerdo hay aquí?–, gases o humos
producto de incineraciones, y luego jugar al “busque y, sin comparar, si
encuentra una plaza de aparcamiento, ocúpela”.
Llegado el sábado se podría aprovechar
para elaborar un mapa de cagadas de perro, papeleras fuera de servicio,
esquinas bloqueadas o disfrutar con el bonito juego de detectar a ojo el grado
de alcohol de los conductores. Ah, el mapa mejor presentado podría ser premiado
con una invitación al teatro o alguna inauguración. Y ya el domingo se podría
dedicar perfectamente a esquivar vidrios, resacosos, borrachos (o
atropellarlos, si se va a ir después a misa a comulgar, evitando de paso así a
sus madres el disgusto de oírles poner faltas al arroz), o simples
trasnochadores trasmañanados, confundidos con la noche.
Como se ve, un programa variopinto y
abarcador del expectro ciudadano. Habrá a quien les parezca simplón, penoso por
sencillo o poco excitante; pero tranquilos: a esos, a los masocas, suicidas,
héroes o con algún otro desequilibrio, se les facilitarían bicicletas y en un
momento dado se le bajaría del autobús y se les pondría a merced del carril
bici. ¿Alguien da más?
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