A menudo la vida se comporta con los humanos de forma semejante al sol
que corre allá en lo alto.
Cuando comienza su carrera proyecta tal cantidad de nuestra sombra, que
nos creemos grandes, especiales, magníficos, ciclópeos, y a la sombra de
nuestro propio fraude solemos cometer los mayores actos de soberbia, quizá ya
irreparables de por vida.
Luego, a medida que el astro avanza sobre la vertical, la sombra desminuye y observamos perplejos que no éramos para tanto, y poco a poco, pero sin darnos cuenta, ésta va y se recoge sobre nosotros hasta esconderse prácticamente al mediodia de la vida, sin darnos tiempo apenas a tomar razón de no disponer como sombrilla bajo el sol sino de nosotros mismos.
Entonces, de manera impensable, la sombra vuelve, pero del otro lado,
lentamente, agrandándose descreída ante nuestro propio escepticismo, que
aumenta en paralelo con ella. Y así sigue, alargándose imperturbable, producto
inexorable de su propia declinación, o de la nuestra, arrojando al entorno de
cada cual su reportaje, como un escanciado del vaciado de cada trayectoria,
volcado ya al final con un espectro deforme, casi grotesco, exagerado y cada
vez más pálido y confuso, a pesar de su obstinación: nosotros.
De este modo, hasta el momento en que ella misma empieza a ser absorbida
por la otra, la gran sombra que el sol, al ocultarse, te aspira desde abajo, te
difumina y te come, primero por los bordes, luego la figura entera, te escala
cuerpo arriba y, como una inundación irreparable, te atrapa por el cuello y, en
breves momentos, se mezcla con tu cabeza, te la borra y te engulle haciéndote
desaparecer, sombra entre las sombras; ve y busca, protesta al maestro armero.
Mientras tanto, cada uno piensa en la sombra que llegó a poder ser,
quizá sólo eso, más que un cuerpo, alguien, algo, nada.
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