Como no soy mitómano
y sí bastante iconoclasta bien podría parecer deleitosamente malvado por mi
parte el poner de relieve a continuación las curiosas concomitancias entre dos
obras de dos grandes cineastas, también para mí, como son Harold Lloyd y Blake
Edwards, y sus películas, respectivas, Crazy Movie (Cinemanía, 1932) y The
party (El guateque,1968). Pero nada más lejos.
Solo se trata de constatar el hecho muy reseñable de que nunca he visto la mínima referencia crítica o comparativa, pese al evidente parecido, sobre todo en los tres aspectos fundamentales, como son planteamiento, nudo y desenlace, de esas dos obras.
Sí se ha podido leer
que El guateque bebe en las fuentes del Jacques Tati más inspirador para que un
Sellers indomaqueado (con las connotaciones que ello da a una película que hoy
sería calificada de bastante racista), y cumpliendo la premisa cinematográfica
del pez fuera de su medio, cometa todo tipo de desatinos superadores del
Clouseau más desatado.
También se ha hablado
de las influencias posteriores, bastante rocambolescas por cierto, de esta
película en el Bollywood humorístico posterior (si es que eso existe), o en el
más peripatético Mr. Bean dejado como legado. Tal fue su éxito y fijación como filme de culto a
que ha llegado.
Quizá por ello jamás
se ha mencionado el parecido con el arranque, equívocos, traspapeleos y
meteduras de pata incluidos, de Cinemanía, también fundada en la premisa del
pez-fuera-del-agua, aunque en el caso de Lloyd este siga su propio prototipo, ideado por él, y prácticamente idéntico, de ‘humilde- que,-trabajando-puede-triunfar-en lo que
sea’ del american way of life, no sin cierta crítica (no en vano estamos en
plena depresión), que en el caso de El guateque será mucho más visible y
artera (y hippie, coincidiendo con la época)), aunque menos social.
Inciso: Y si nos referimos
al elemento exótico, otro paralelismo de ambas películas, es muy de destacar la
actriz española que hace de mala pécora hollywoodiense.
En cuanto al nudo, la
fiesta a la que Lloyd acude por falsa invitación, aun resultando más corta,
plantea ya una serie de gags como los camareros borrachos, la colega
solidaria coadyuvante y novia en vísperas, los asistentes prepotentes y las
bromas con los peinados femeninos, que Edwards alargará hasta la extenuación
mezclados con otros de su cosecha, .
Y el desenlace es
esclarecedor. Pese a la creatividad de Edwards –que, como todos los grandes
creadores, debió ser un gran copista–, que amplía hasta lo elefantiásico el
asunto de las aguas, menores y mayores, amén de las espumas; así como del buen final
del filme de Lloyd, obligadamente optimista en plena crisis, que tan divergente
es respecto al de Edwards, el líquido elemento sustento del guión es el agua y
lo que en ella sucede, que es todo.
Una salida de madre,
ciertamente resuelta de otro modo, ya que lo que se pretende en una es algo más
trascendente, mientras en la segunda es diversión circense y ridículo.
Una explicación sería
que el mundillo de Hollywood siempre ha sido tan familiar para sus habitantes,
que son sus protagonistas, que es de suponer que la serie de acontecimientos, vivencias,
rutinas y relaciones, son tan propias a todos, que hacen de esa intrahistoria
suya algo intercambiable y a disposición en comandita. Es decir, algo que, pese
a servir de material para guiones, en realidad es difícil reivindicar como
derechos de autor puros y duros, y que simplemente dan lugar a diversas
versiones, o, como ahora se dice, miradas.
Y menos mal,
porque de esa manera se puede disfrutar de dos obras de arte, sin que hayan
dado base a ningún pleito, ni siquiera a malos rollos (conocidos) porque si algo está claro también es que en ambas
películas, lo que más reluce es la propia originalidad y maestría de sus
creadores. Algo que, sin duda, es un regalo para cualquier aficionado. Y que, además, siga así el morbo de lo inexplicado. Quién da más.
No hay comentarios:
Publicar un comentario