Ya sé
que la esperanza es lo último que se pierde (y más si tu suegra se llama así),
pero no puedo evitar la sensación de haber consumido ya mi tiempo y estar, más
que en una prórroga, en una especie de postvida (o premuerte, qué más da), en ese
limbo vital que es estar simplemente atrapado en el tiempo para nada, en un anticipo
de la nada pero light.
Pues, aunque esto sea una mierda, no nos podemos ni quejar, por si dura poco, que
diría Allen. En el Renacimiento al menos tenían el Infierno, que se puso de
moda, claro, para conminar al personal a que lo que le esperaba era aún peor
que el Purgatorio que vivían.
Y es que, pese a la guerra, hambre, peste y
muerte a tutiplé, todavía les quedaba tiempo para divertirse, y no solo con lo malo
mencionado –si es que la comida, el vino y el sexo son buenos–. Cuanto ni más
ahora, que te dicen, tranquilo, que esto es temporal y la fiesta aún no ha
acabado.
Porque estos en realidad lo que han puesto es una gestoría,
de la soledad, el ansia, la incerteza, la miseria, la desesperanza. Y no tienen
prisa porque a más desazón mejor poltrona. Y ahí estamos, en la sala de espera,
con los supervisores diciéndote si puedes ir a mear, que no hables fuerte, que
pongas el bozo, y así. Una sala donde solo esperas con inquietud que te toque y
te digan: pase el siguiente. Pero, ¿adónde?
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