Antes, cuando llegaba diciembre, matábamos el cerdo. Ahora, más vale que no, porque el cerdo somos nosotros. Y la película debe continuar –ya que diciembre es cuando se acaba la película, o, mejor, el episodio de la serie–, aunque sea sin guión, sobre la marcha, a lo nouvelle vague, o mejor dicho, de nouvelle vague en nouvelle vague, y surfeándolas –como una olaa, tarí, rarí, que cantaba la Jurado–, sin más tabla de salvación que las promesas de los que pueden prometer (¡y vaya si lo hacen!) volver a ese pasado visto como el mejor futuro, cuando diciembre no es ya sino el último mes del primer año del futuro convertido en el peor pasado, que muchos no pueden reconocer como tal, por edad o por ese velo confundidor que es la tecnología.
Un pasado que solo tendrá pinta de futuro por haber sido facilitado por esos inventos de última generación (ya pasada) que son las máquinas para la solipsis, que es la gran ideología general que se extiende cual lava precursora de lo inerte: así la termomix, el móvil, la tele, la rumba, la bici estática, el satisfyer, el ordenata, las apps, el spinning, la lejía, los mensajeros, los riders, los pijamas como prenda básica, todo aquello que ayuda a trasmutarnos en burbujas dentro del mundo, a cohabitar consigo mismos y a ser devotos de Onán, del teletrabajo, la telerrevolución, el aislamiento, el crowdfunding de la ruina, la videollamada, el sexting, la incomunicación, la mascarilla, la distancia, la nada.
Y esa es la buena nueva de diciembre. La mala es que seguiremos fiándolo todo a la esperanza. No hay peor seña de identidad de lo que tenemos encima.
Mientras tanto, confinamiento ha sido nombrada palabra del año. Por odiosa. Aunque, de tanto practicarla la vamos hasta queriendo, no en vano el roce hace el cariño. Tanto como la distancia el olvido, que es lo que ya hemos empezado a ser para los demás, apenas un emoticono o una foto de estado en el móvil, y luego a luego para sí mismos, y RIP. Feliz año.
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