Vestir la camiseta de
la selección española puede ser extremadamente peligroso. Y no para los del
selectivo nacional precisamente, ese Íbex 23 de la pusilanimidad que se pasa
por el forro patria, colores, e himno porque no puede; ni siquiera para un
seguidor hartobirras triunfalista de la misma, más penosos que otra cosa. No.
Llevar la camisola de La Roja, esa denominación que tanto forofo facha le ha quitado a la verbena, no tan imprescindibles como pintorescos, para quien es peligrosa de verdad es para cualquier ignorante de lo que representa como icono. O dicho con exageración, pleonásticamente, antes de ponerte una cosa así en el cuerpo serrano, lo suyo es hacer antes al menos un cursillo de semiótica. O de fútbol, que es equivalente.
Llevar la camisola de La Roja, esa denominación que tanto forofo facha le ha quitado a la verbena, no tan imprescindibles como pintorescos, para quien es peligrosa de verdad es para cualquier ignorante de lo que representa como icono. O dicho con exageración, pleonásticamente, antes de ponerte una cosa así en el cuerpo serrano, lo suyo es hacer antes al menos un cursillo de semiótica. O de fútbol, que es equivalente.
Es lo que Patuel Mwaro,
ruandés de nacimiento y guía eventual entre otros oficios, pensó la mañana del
27 de junio mientras dos bobis lo trasportaban casi en vilo al furgón a la
vuelta de Trafalgar Square, como sospechoso de un crimen ecológico en su tierra
dos meses atrás, y haberlo confesado, prácticamente, a los policías, según
ellos, nada más encimárseles estos, y nunca mejor dicho, según él, ya que medía
1,53, lo cual, un día después del dichoso Brexit ,venían a ser ya menos de
cinco pies tras la funesta fecha.
"Invaden el 90% del mundo y se quejan de los inmigrantes" |
Pero él, como buen
profesional –había quedado con un grupo de bengalís para enseñarles la City, y llegaba tarde–, y también con una
ignorancia suprema sobre el fútbol europeo, dejó la pendencia para otro
momento, mientras se distraía en la imagen que proyectaba sobre el cristal de
la ventanilla, preguntándose por primera vez si había hecho bien en ponerse
aquella prenda que tanto resquemor despertaba. Pero antes de llegar a una
conclusión, su destino le alcanzó en forma de estación, subió las escaleras y,
qué casualidad, en la misma salida, allí estaba la pareja de bobis que,
enseguida, lo perfilaron, remiraron y le echaron el alto, como correspondía a
su aspecto descarado de sospechoso habitual.
Muy educadamente pero
con retintín, le preguntaron que quién era y qué hacía. A lo que él, sin
quedarle otra, porque no la tenía, se lo dijo. Ambos polis se miraron. Uno de
ellos extrajo de un bolsillo de la camisa un papel, lo cotejó con su personilla
y asintió al otro una fracción de segundo antes de echarle mano para
llevárselo, para rellenar un cuestionario, dijeron por toda respuesta. Después
de lo cual, pensó, seguro que lo echaban del país, ya no sabía si por español, por
aficionado al deporte, por bajito o por negro, pues cualquiera de los motivos
bastaba para justificarlo, pensaba ya un tanto desolado y paranoico.
Pero fue al llegar al
puesto de policía cuando no saldría de su asombro, al ver allí congregados,
sentados, de peor o mejor talante, pacientes, cansados, resignados, cabreados o
risueños, a un buen puñado de originarios africanos, altos, bajos, gordos,
delgados, feos, guapos, con bigote, y todos ellos vistiendo la misma camiseta
que él.
Alucinado, los contó mientras
iba posando su mirada en cada uno, dos, tres, cuatro…, diez, y él, ¡once!”. No
podía creerlo. Y ya, le dio la risa floja. Tan floja que si no interviene uno
de los bobis dirigiéndole una mirada reprobadora, aún estaría riéndose. Luego,
el poli se dirigió a otro del mostrador de control y dijo: “Es éste, el
auténtico. Ha confesado.” “¿El qué?”, preguntó ya él, estupefacto. Y por toda
respuesta le dijeron “Cállate, matagorilas”, y se rieron a carcajadas mientras
lo llevaban a una salita apartada, de esas con un cristal para verlo sin ser
vistos, como en un zoo, donde lo dejaron solo, para que pensara en su
situación, cosa que sin duda hizo, totalmente acongojado, sin explicarse nada
de lo que le sucedía.
Dos horas más tarde
de absoluta consternación, un policía de paisano, sería, según él, entró para
interesarse por su salud y todo eso, haciendo el típico papelón de policía
bueno que le preguntó, así, como quien no quiere la cosa, que dónde se hallaba
tres meses antes aproximadamente.
Él no tuvo que hacer
memoria. Su vida era tan anodina y resumible, que dijo: “Aquí, guiando
turistas”. Así, como el que guía ganado.
“¿Cómo turistas?
–Dijo el poli– ¿No eran cazadores furtivos de gorilas?”
Brexit femenino en Magaluf |
Algo que no le
satisfizo mucho al otro, ni en el fondo ni en la forma, hostilmente
antibritánica del bajito. Aunque él ya estaba perplejo y lo único que se le
ocurrió fue: “Entonces, ¿esa camiseta?”.
Mwaro se quedó
atónito y, como reparando en su vestuario por primera vez, se miró la prenda e
hizo un gesto de incomprensión y autocompasión tan grande, que el otro repitió
con crudeza impaciente: “Sí. ¿De dónde coño ha salido?”.
Patuel dio un suspiro
de alivio. Al fin. Y explicó: “Es un regalo de mi primo Tsawana. Se fue de
vacaciones a Benidorm esta semana, y el día anterior a la fiesta…”
“¿Qué fiesta?”,
interrumpió borde el policía.
“¿Puess, la fiesta…,
la del 24, sería…”, respondió intranquilo y dudoso el detenido.
“Ah, con que el 24
fue fiesta para ti. Vamos, que tú querías el Brexit. O sea salir de Inglaterra,
¿no? –El africano se quedó mudo, con los ojos como platos–. “Pues estás a punto
de conseguirlo, deportado, y sin honores. Derechito a la cárcel piojosa de tu
pueblo, para que te juzguen allí; que aquí no tenemos tiempo para eso. Así es
que ya te puedes ir preparando”.
Patuel no sabía qué
decir. Así que dijo lo único que sabía:
“No, no. Es que allá,
en España, el 24 también era fiesta al parecer. Una en que le pegan fuego a
todo. Y el día anterior, los grandes almacenes, las tiendas de chinos y, claro,
también los paquistanís, en fin, todos, habían puesto de oferta todas las
camisetas estas, y estaban tiradas de precio. No sé porqué. Yo no entiendo de
negocios. Pero mi primo, sí. Y compró lo menos veinte, aunque dice que lo mismo
se precipitó, porque dentro de unos días se venderían al peso y entonces sí que
se podía sacar un buen dinero mandándolas directamente como ropa usada a
nuestro país, y fíjese usted, que están nuevas, eh, flamantes, eh, toque,
toque…, bueno, pues allá, donde le sacan un buen provecho a estas cosas. Pero
bueno, como al final las revendió muy bien a un grupo de lesbianas que tuve
ayer visitando Notting Hill, me regaló una para mí, aunque ya me dijo que
tuviera cuidado, que es lo que más me extrañó, y mira tú por dónde…”
El policía lo miraba
entre estupefacto, incrédulo y furioso, sin dar crédito. Y el otro a él, pues
ansioso, tratando de vislumbrar la reacción de la que dependía, pasando a
aguantar la mirada escrutadora, calculadora después y finalmente pensativa del
polizonte, que se metió la mano en la chaqueta y sacó un papel muy parecido al
que llevaba la pareja que le detuvo. Y alargándola con saña, casi asustándole,
le espetó:
“Entonces, ¿este no
eres tú”. Anda, niégalo.”
Patuel tomó el papel.
Un copia algo manoseada ya y un tanto incierta donde se reproducía una especie
de pasquín de la Interpol, de un hombre con un “Se busca” abajo, por crimen
organizado contra especies protegidas en extinción, patrimonio de la humanidad.
Y anublado el razonamiento por la emoción del golpe, se asustó. Era él. Y un
calambre le recorrió el cuerpo como un aviso de la silla eléctrica que le
esperaba, no supo porqué, ya que tal cosa no existía allá abajo. Aunque luego,
entre el sudor frío suyo y la sonrisa glacial del policía, entrevió que el de
la foto, aunque muy parecido, no era él, haciéndole fijarse en una serie de
detalles físicos, que hicieron flaquear al guardia llenándolo de duda. Y
entonces reparó en el detalle definitivo, que apenas si se veía, y preguntó al
policía: “¿Esta foto de cuándo es?”
El policía, completamente
mosca ya, le recordó de mala leche que allí el que preguntaba era él. Pero él
insistió: “Se supone que es actual, ¿no?”. El otro le seguía con recelo e impaciencia
de quien pierde el dominio del juego. “Bien. Entonces, porque yo, bueno, el de
la foto, lleva una camiseta de la Eurocopa 2012 y no del 2016?”.
El policía le arrancó
el papel de la mano y miró, incrédulo, lo que Mwaro decía, cambiándole la cara, y mirándole
de hito en hito, cotejando la imagen con su aspecto, en esos instantes tan esperanzado
como suplicante, mirándolo fijo, con rabia, pero también con la justa
resignación y vacilación del que va a cometer una más que probable injusticia,
aunque eso sí, con mirada dura, le dijo: “Váyase. Y deje todos sus datos en
control. Para cuando volvamos a ponernos en contacto con usted”, terminó, en
tono de amenaza de algo que solo acaba de empezar.
Patuel se levantó
despacio, inseguro, y poco a poco se dirigió hacia la puerta, despidiéndose y
tratando de dar las gracias y sonreír malamente. Y al ir a abrir, recibió como
un trueno el último susto del policía, sin duda a propósito, diciéndole a
voces, hosco, brutal:”¡Y quítese esa puta camiseta!”. A lo que él asintió,
agachando la cabeza, obediente, mientras salía.
Atrás, sentado aún en
la silla, creyó distinguir en el policía una expresión de triunfo y lástima que
no supo a qué se debía. De haberlo sabido, Patuel Mwaro se lo habría pasado en
grande, y lo mismo no se había cambiado de camiseta, porque en lo único que el
policía pensaba en ese instante era en su propia camiseta, de Inglaterra, como
no podía ser de otra manera, de la que estaba seguro no se iba a tener que
desprender, porque su equipo no le iba a defraudar, ni muchos menos
avergonzarle, frente a ningún rival aquella misma tarde en que se jugaban los
cuartos de final. Y en sus ojos parecía escrito su pensamiento de que esa era
precisamente la diferencia entre los pueblos y las civilizaciones. Y unos
ganaban y otros perdían. ¿Qué culpa tenía él de estar con los primeros? Y
viendo desaparecer al detenido, se rió.
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