Quizás por ser una norma social
que la mayoría sobreestima lo que no es y subestima lo que es, el verano es la
época del año en que se utiliza más conscientemente el disfraz para contradecir
a Chesterton, que decía que cada uno se disfraza de aquello que es por dentro,
siendo pues muy fuerte pensar que todo el mundo tiene el alma marrón, en
bermudas y con chanclas, y que su manifestación más gloriosa una vez
eclosionado al exterior es jamarse una paella mixta de preparado congelado.
Uno, que quiere ser benévolo,
piensa más bien que a algunos los disfraces no los revelan, sino que los tapan,
sin querer, y otros, sencillamente lo hacen a conciencia utilizando la canícula
como mes por excelencia del camuflaje de esos puntos negros del ser, cumpliendo
así con el estío como la época por excelencia para lucir ese tuneo emocional o
de interior, como un turismo, que tanto se agradece bajo un sol atocinante, y a
lo que el otoño, por ejemplo, no se presta, por antipódico, y en el que más
bien se da esa sensación típica del porro.
Benjamin, ilustre porrero que no
me extrañaría fuera más colocao que un gorrión con cañamones en muchas de sus
reflexiones, y que acabó diciendo que sólo sobre un muerto no tiene potestad
nadie, dijo que el otoño nos deja ese regusto de autosospecha y congoja que nos
lleva a la mini depresión, incluso a la confesión, al desalojo y arrojo de sí,
pero sin pasarnos, y al bajón controlado y sostenido, para prevenir y evitar la
gran depre, dando paso así a la estación más desgarbada, confesa y convicta, en
que al fin y tras el mucho atabaleo estival, y visto que la vida es como
aquella prisión donde era obligatorio llevar corbata, ya puedes sentirte
tranquilamente tan ridículo como un desnudo con calcetines, y olvidarte del
mucho trabajazo que implica la estación del calor.
Porque el calor actúa como una cirugía
plástica del alma, y todo aquello que nos resulta duro e incómodo sobrellevar,
como el odio, la venganza, la envidia o la ira, acaba tuneándolo, a base de
maceración y fermentados que lo matizan adecuadamente, como un photoshop
emocional, un maquillaje o la simple decoración de interiores más o menos
infumables, transformándolo en sentimientos más vacacionales, ligeros,
emolientes y molones, como el tedio, el abandono, incluso la angustia, o la
insatisfacción, el disgusto, y hasta la pena.
No en vano todos somos aspirantes
a ser nominados pimpollos, renovados frutos acuosos, azucarados e inocuos de
estación. Eso, y que nadie quiere dar una imagen emotiva virgen, cruda y real a
lo bruto, y mucho menos en verano, con lo que se suda.
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