En el Medievo, las
ejecuciones eran la fuente de un particular mercado negro; se comerciaba con
las sogas de la horca, que se
suponía que poseían abundantes virtudes curativas (como pasa ahora con los juicios mediáticos y el linchamiento público, que ofician de falsas catarsis purificadoras de los propios vicios o carencias del público en general).
suponía que poseían abundantes virtudes curativas (como pasa ahora con los juicios mediáticos y el linchamiento público, que ofician de falsas catarsis purificadoras de los propios vicios o carencias del público en general).
Como también se traficaba con el sebo de los ahorcados,
para fabricar velas que, según se creía, podían alumbrar tesoros ocultos (que
es lo que se diría que muchos esperan hacer con las magras de Bárcenas, Pujol,
Rato o Chaves); e igual con la mandrágora, planta considerada la panacea contra
todas las enfermedades, que crecía, según creencia popular, al pie de los
patíbulos, regada con el semen de los ahorcados (que lo mismo se corrían de
gusto).
Deseos alimentados con creencias; miseria real amamantada por la
superstición. Todo, tan humano; todo, tan actual. ¿O no es igual de insultante
hoy la analfabetización televisiva?
Hace nada, los locutores se han hartado de
despedir a Halliday, pronunciándolo como si “Yoni” se hubiera ido de
“Jolideis”, a la inglesa, y no a la francesa, de suyo. Aunque esto es mera
anécdota. Lo funesto es que la tele parece haber fundado su imperio del mal
sobre la infracción de todos y cada uno de los mandamientos de aquel Código
Hays que prohibía ver en pantalla todo lo interesante.
Por ejemplo, y a saber: No se
autorizará ningún film que pueda rebajar el nivel moral de los espectadores.
Nunca se conducirá al espectador a tomar partido por el crimen, el mal, el
pecado. Los géneros de vida descritos serán correctos, habida cuenta de las
exigencias particulares del drama y del espectáculo. La ley natural o humana, no será ridiculizada y
la simpatía del auditorio no se irá con los que la violentan. O mismamente, no se mostrará
el ombligo.
El ombligo, sí, sí. Esa parte que aquí, pese a ser eclipsada por otras que, palmo
arriba o palmo abajo, lo invaden todo hasta en horario infantil, estuvo prohibida en Hollywood –causa tal vez de que se desarrollase más el interés por otras–, y que aquí, sin embargo, en nuestros medios actuales no paran de mirarse
y de invitarnos a todos a seguir haciéndolo. En nuestro caso, precisamente para que no reparemos más en otras partes que, a lo mejor tampoco son tan deseables para quienes establecen los consecutivos Códigos Hays de cada momento de la historia, para el público en general, y para la vida en particular.
Y el ombligo es lo que concita, ya como parte anodina pero agradecida de la historia, la nueva relevancia irrelevante. El falso nudo gordiano alrededor del que aún siguen pretendiendo que nos miremos y busquemos, u ombliguismo, como gran pasatiempo de las naciones con la falsa libertad como censura. Y la tele, como su profeta.
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