Hace sólo 150 años la familia que conocemos era minoritaria.
El rebaño humano andaba amorfo, subempleado y a salto de mata.
Hasta que la economía necesitó mano de obra abundante y faltó tiempo para emprender una redada histórica, o enorme Pastoral, para disponer de una ganadería localizada, apiñada y barata, recurriendo en esa lucha contra los cimarrones a la familia como gran fábrica de currelas, utilizando a las mujeres como arma principal de esa batalla.
Hasta que la economía necesitó mano de obra abundante y faltó tiempo para emprender una redada histórica, o enorme Pastoral, para disponer de una ganadería localizada, apiñada y barata, recurriendo en esa lucha contra los cimarrones a la familia como gran fábrica de currelas, utilizando a las mujeres como arma principal de esa batalla.
No en vano los movimientos regeneracionistas por esa vía,
Ejército de Salvación, Liga Antialcohólica, Buenas Costumbres, etc, cuyo
objetivo era alejar a los varones de la calle y la taberna, estaban engrosados
por mujeres que tomaban clases de hogar en las casas de redención. Y cuando
alguna caía en la pelea –más bien muchas–, eran consideradas simples mártires;
otra cogía la antorcha y a otra cosa.
Siglo y medio después el curro escasea, se ha deslocalizado
–hay que joderse con el eufemismo–, individualizado y hasta domiciliado. El
hecho es que, mientras el trabajo se domestica, la familia ya no sirve a su
propósito y se asilvestra. Vamos hacia más rupturas que matrimonios; sus
productos se desperdigan, desestabilizados por la búsqueda de la vida con los
valores individualistas por montera. Y la población se atomiza.
La incorporación de la mujer a esta nueva modernidad se ha
hecho sobre el caballo de batalla de la destrucción de aquellas bases
familiares –aunque se le pedía que fuese su motor–. Y la violencia ha arreciado
como efecto secundario del desmadre histórico y social. Sólo que ahora ellas,
en función de esa nueva filosofía, ya no son una más del redil, sino únicas e
insustituibles. De ahí la protección.
La pregunta es si las medidas tomadas, que ratifican el
modelo histórico y social deslavazado, antifamiliar y proindividuo de donde
surge el maltrato, no apuntan –en reinserción, trabajo, vivienda–, a reagrupar
de nuevo a las mujeres (sin coros ni danzas ni macramé) en otra sección, que
junto a otras especies en peligro, como juventud u otras minorías, conformen un
modelo operativo socialdemócrata que parece fotocopiado de algunos sociólogos
algo pasados de tueste.
Ello entraña un riesgo. El de compartimentar y estancar aún
más el “conjunto de la sociedad”, como les gusta decir. El de sectorizarla,
generar discriminación, aunque sea positiva, instaurar el agravio comparativo y
el recelo y la inquina como normas. Puede que obtengan votos, que es una de las
batalla que se libran. Pero la guerra no la ganan. Más bien la perdemos
todos.
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