Pradial
para los revolucionarios, cuando aún había prados y antes de que aquéllos se
pasaran a las flores, aunque fueran del mal, y de que estas se marchitasen, es
un mes que a la primera calor se espesa y se vuelve bullabesa que anuncian las
chicharras arriba de los árboles a la arriesgada población que pretende vivir
otro mes, quizá otro verano, ahí es nada, y disfrutar, si cabe, de ese muñón
primaveral, quizá un sarcasmo.
Porque junio ya no es de ida, sino un mes que
está de vuelta, y más que aterrizar, aterrazamos, con permiso de las camareras
y su lejía, al fin empoderadas entre mesas y sillas de alguna marca de cerveza, como nueva legión de policía (sanitaria o no) que añadir a los clásicos de la
represión por nuestro bien.
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Pero si algo delata a junio como sospechoso habitual en este
caso pillado in fraganti es por haber aflorado tanto tonto asintomático, esos
seres tranquilos vueltos iracundos horribles; serenos ahora presos del pánico; paranoicos
antes necios confianzudos; abrazadores natos que huyen hasta de su camisa;
gente que te ha hecho su enemigo. Junio, una guerra fría para una vida fría.
Y
es que, al fin y al cabo es el mes con más horas de luz, y ya, todo está a la
vista.
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