La cocina de Pascua, que pasa por ser la más ligada a la religión dominante en el solar, resulta sin embargo la menos cristiana de las que acostumbran a darse en las distintas estaciones de ese vía crucis de tan especial sabrosura que es hacer de comer a lo largo del año.
Sea por
motivos culturales, de temporada, o simplemente adquisitivos -que con el IPC
hecho una ametralladora no son nada desdeñables-, la ingesta culinaria tópica
de estas fechas poco o nada tiene que ver con ese culto dado a los paladares
con la carne y los productos animales como alimentos trascendentes, una
imposición post medieval para identificarse cristianamente a la contra de los
gustos de las religiones de los vencidos, y que es nuestra primera gran guerra
cultural, la librada en la manduca, para demostrar que también a la mesa,
nuestras glándulas salivares son más verdaderas que las de las otras dos
culturas culinarias, que por razones materiales eran las predominantes en un
sitio en el que la carne era, como hasta hace poco, un bien escaso para la
mayoría.
Gracias pues al mantenimiento, por razones no religiosas, seguro, de las costumbres culinarias semíticas durante la Pascua, y no solo de todos esos postres y cuchiflitos de ese origen en estas fechas, a través del prestigio concedido por lo religioso, esa alimentación del régimen cuaresmal es la que, identificada con lo mediterráneo, pasa por ser la nueva-vieja gran cocina, sana y cool. Lo que hay que ver. Y comer.
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