El vehículo sepia del Servicio de
Información de la Guardia Civil se acodó en el giro de la calle perfumándola de
grilletes de terciopelo, y un viajero del miedo verde descendió haciendo cucos.
Arrastraba una pierna que se le había
dormido en el camino, dándole al aire patadas que acompañaba de friegas de
urgencia con mascullos de “¡me cago en la leche..!”, pasando por alto la
dignidad con que todo uniforme debe lucirse, y más incorporando una gorra, quien no podía prescindir de ella ni disfrazado de civil, por ser ya desde niño su principal estímulo de ingreso en el cuerpo. Pero no había miedo por el indecoro para su comportamiento por el traspiés, puesto que en la misión no iba ningún cabo.
dignidad con que todo uniforme debe lucirse, y más incorporando una gorra, quien no podía prescindir de ella ni disfrazado de civil, por ser ya desde niño su principal estímulo de ingreso en el cuerpo. Pero no había miedo por el indecoro para su comportamiento por el traspiés, puesto que en la misión no iba ningún cabo.
Del otro lado del auto surgió un zagarrón
deslumbrante bajo un panamá de buena paja, en traje de lino blanco y camisa de
colorines sobresaliendo cual alas de una crisálida que, aprisionada dentro de
una paloma, pugnase por abandonarla hecha ya una mariposa. Su rostro era el
radiante envoltorio de unas gafas de espejo, y cuando se unió al número de la
Benemérita, se alisó una manga tirándose de la sisa, dejando ver el detalle de
una esclavina de plata. Se acicaló la chaqueta y palmeó en la chepa al aún
renqueante compañero, diciendo:
El otro, agarrado a la manilla de la puerta
para ultimar su rehabilitación, dijo antes de echar a andar:
–Coño, como que me se duerme la pata...
A lo
que el albariño, tomando la iniciativa en cruzar la calle, contestó como quien
no quiere la cosa:
–Menos mal que no se te duerme la pierna...
Al otro se le trasladaron los cucos al
cerebro, mientras le seguía a trompicones, preguntándose qué tendrían de
particular sus piernas.
–Tú, desde que vas de civil te crees que
eres muy listo...
Dijo, uniéndosele.
–Aquí el único que va de civil eres tú.
Puntualizó sin mirarlo el sastreado.
–Oye, y a mucha honra, y no como otros, que
les da vergüenza. Así es que lo que es civil, civil, ¡aquí!, con dos cojones.
¿Pasa algo?
El de paisano miró más allá del picado, y
antes de frenar en seco, dijo fríamente:
–Sí, que te va a pillar un coche.
El de uniforme respingó hacia un lado, echó
atrás la pierna que ya tenía adelantada, perdió el equilibrio con el sobresalto
y cayó en el asfalto apoyándose a duras penas con la rodilla buena y las manos,
evitando un morrazo aún peor. En ese momento, su compañero que, inmediatamente
de tenderle la celada, había echado para delante, se volvió y le abroncó
alzando la voz:
–¡Pero chorras, ¿qué te pasa ahora?! Anda,
vuélvete al furgoneto, y yo haré el servicio..., ¡para no variar!
Y volvió a marcharse para adentrarse ya en
la acera, dejando tras de sí una mirada iracunda que, al levantarse y
percatarse de la tomadura de pelo y ver el roto del pantalón a causa del
restregón, exclamó un soterrado ¡..nDios...!
El biencortado, al oírlo, se giró ligero
desde la acera y le señaló con el dedo:
–Martínez, blasfemar en acto de servicio es
causa de expediente, ya lo sabes.
Y se volvió para un portal sin esperar la
respuesta del rezagado, que de nuevo se unió a él más rojo de cara de lo que
era habitual y desde que bajara de las sierras.
El cabreado debió sobrevenirle alguna vieja
olvidada dignidad, ya que, al ver la pachorra del blanquinoso en cerciorarse calmoso
antes de llamar al timbre, le señaló crispado:
–¡Haz el favor de callarte y déjame a mí,
que ya estoy hasta los huevos de niños bonitos! ¿Estamos?
Como respuesta, el otro levantó
parsimonioso la mano, le puso el índice y el pulgar en ángulo recto hacia la
cara y exclamó: “¡Bang, bang!”
Cuando el otro, lentorro, fue a abrir la
boca para contestar algo que él creía adecuado, abrieron la puerta y, tal como
estaba, embrutecido y con la boca de par en par, se quedó mirando al que abrió
que, de forma refleja, al ver el panorama, reculó nervioso hacia atrás con una
mueca de estreñimiento psicótico en su rostro, alarmado por un soplo de mal
tufo. El guardia tuvo la idea de apaciguarlo, pero pensó lo que pensó y,
siguiendo con la ronda de tensión, preguntó con esa simplicidad con que se
dejan rodar por el silencio los sintagmas preñados de intención:
–Guardia Civil. ¿Pepelópez?
El otro dudó unos instantes. Ya estaban
allí. En su parte alicuota de memoria colectiva resonaron lóbregas imágenes de
un tiempo ya casi velado pero cuyo sólo recuerdo, relativamente reciente,
volvió a secarle la saliva, cuyo flujo de nuevo se frenaba como entonces,
cuando entregada la imaginación al eterno girar de los relojes del pánico,
dejaba de galopar hacia la boca, como la sangre a la epidermis, y, sin haber
oído jamás aquello del cantautor, “de nit a casa...”, sentía subir otra vez los
ascensores que allegaban el terror de madrugada. Sólo que esta vez era a plena
luz del día. ¿Qué habría hecho Pepe López? Por qué tenían que llevárselo? ¿Qué
le iban a hacer en los sótanos del cuartel? ¿Confesaría? Pero, ¿el qué? Cuando
el dolor agrieta los muros del aguante, uno habla etrusco. Así es que, ¿les
diría que él una vez entonó tres versos de la Internacional, aunque fuera en
una alocada noche de farra? Tenía la respuesta preparada: les diría que estaba
borracho, y que la culpa de todo fue del linotipista, que era un viva la virgen
y lo lió, y él, como no estaba hecho a la bebida...
–Que si está Pepelópez...
Con el culo encogido, los llevó hasta una
puerta, y allí, medio sudoroso ya, pero aún entero en cuanto a otras toxinas,
pudo dar la última palotada con mente fría:
–Voy a avisar...
Y se adentró por la puerta de vaivén entre
el murmullo de las inefables máquinas de imprenta y el jaleo propio de su
industria, no sin antes escuchar cómo el de las gafas comentaba con el guardia,
en tono impertinente:
–Conque impresores, eh...
Al oír esto a su espalda, al metido a
mensajero se le helaron los centros y un escalofrío le buscó la curcusilla;
apresuró el paso y, variando un tanto su trayectoria, se acercó hacia donde vio
al encargado, se arrimó a él con su cara de plastilina y le habló con voz
trémula por entre el shupshup de los chupones de las impresoras y el chapchap
de la vieja plegadora. Tanto se apretó al jefe, que éste saltó agrio:
–¡Leche, que me vas a pringar con el
mandil, hosti!
Apartándose raudo de la tinta con que le
amenazaba el operario, que apenas decía:
– Jefe... que...
–¿Cómo dices?
–Que...
–¡Pero hosti, es que no puedes hablar...!
Si es para ir a hacer otro recado, no, que esto ya jode, eh...
Portada de diario anarquista. La iconografía, esencial para dar forma a la mitología obrera bastante derogada ya. |
–Que mire usted... que vienen... ellos...
–¿Quién? –voceó ya encarándose con el
empleado– ¿Los del cartón?
El otro negaba. Los demás, alertados por
los gritos y el estupor del compañero, habían olido la tostada y convertido sus
operaciones en algo más quejerrumbroso de lo normal, atentos a la jugada,
callando y oyendo de costado. Así, cuando el encargado gritó al colega púrpura
que vocease lo que quería o se fuera a su máquina a seguir sudando, todos
pudieron ver cómo éste, sin poder dar pie con bola, empezó a señalar con la
cabeza y el rabillo del ojo para un lado y, por lo bajinis, con el pulgar en
dirección a algo o alguien allá en la entrada. Su jefe miró para allá, más o
menos, y se revolvió preguntando:
–¿Qué coño le pasa a la guillotina? ¡El
cabrón del Lucas, que otra vez se ha cortado los puros caliqueños con ella!
¿No?
Pero el otro seguía con sus señales y
atizando candela a la cara. Tratando de limpiársela del aguate que transpiraba,
se pasó la manga del mandil y un restregón de tinta color moco, producto de la
mezcla excesiva de amarillo con cyan, le cubrió desde mitad de la frente hasta
el tabique de la nariz y le coloreó el pómulo a lo payaso. Entonces, mirándolo
con toda la lástima del mundo, el jefe cayó de la burra:
–Ah, con que es el Pepe, eh. No, si éste es
también bastante cabroncete, siempre haciéndose el dengue... ¡¡Pepe!!
Voceó. Y el Pepe se giró para ir adonde lo
llamaban. En esto, el mensajero del miedo acertó a decir con un hilo: “Que es
que lo buscan”, como la sentencia de un urólogo. El jefe miró a uno y a otro, y
según el mentado venía, el encargado, aburrido ya un tanto del sonsonete, les
dio la espalda a ambos, señalando para la puerta y gritando:
–¡Que te buscan, Pepe! Y haz el favor de
una pijotera vez de decirles a tus chiquillos que se estén jugando al fútbol
como todos, que esto no es ningún club! ¡Nos ha jodido!
Y así fue como Pepe López salió mirando
desconfiado de refilón a un jefe voceras y a un compañero demudado que
anunciaba las cosas con mucho colorido, y que, por su cara, no tomaban buen
tinte, sin auspiciarse nada bueno. Sí. Así fue como salió, dejando atrás un
abanico de risicas y un obrero en su tinta, por entre las hojas de vaivén de la
puerta para enfrentarse a sus hijos, una vez más con la cara aburrida de lo
inevitable y la frase ya preparada en la boca de:
–Os tengo dicho que aquí no vengáis. Que
luego vuestra madre me echa la culpa de que la lavadora no quite las manchas...
¡Hostias ya con los nenes!
El Pernales y el Niño del Arahal, bandoleros crepusculares, muertos por la Guardia Civil en Albacete. Más iconos de peso para una mentalidad popular de época. |
Si mucho era ya toparse con uno de la
benemérita en un pasillo, más fuera aquello que parecía un representante de
loros que le miraba, se suponía, tallado como una esfinge.
De seguida, el canguelo le vino al pelo,
por aquello de que en la clase obrera y específicamente dentro del gremio de
las artes gráficas, la mitología inherente había forjado en la mentalidad de su
gente una supuesta supraconciencia proletaria que consistía en estar
convencidos del carácter revolucionario de su personalidad por el mero hecho de
ser obrero por cuenta ajena; algo que perduraba hasta en los casos en que
alguno perteneciente a estos estratos se independizaba y se establecía por su
cuenta. Algunas veces, con más fuerza. De modo que estaba perdido. Las
mazmorras se dibujaron en su cerebelo de cuatricromía y se le empezaron a
aflojar los músculos faciales a causa de una rigidez general que la presencia
del par le proporcionaba. Aunque no tuvo mucho tiempo de asustarse, puesto que
el de uniforme dio un paso al frente, con energía, como está mandado y así, de
golpe, se llevó la mano a la gorra y saludó marcial.
Pepe López, con aquel recelo atávico entre
los seres de una raza para con los de otra, inició un ladeo brusco, cubriéndose
pues creyó que le iba a sacudir, sin avisar, claro. Y de paso, ya con los
cables cruzados totalmente, el muy idiota hizo ademán de levantar el brazo para
responder al saludo militar. Una vez que se ha hecho la mili –y aunque él la
hiciera de tipógrafo–, hay reflejos que perduran, insondables como misterios. Y
no se sabe si porque no vio galones en el guardia, por el susto, o por una mera
contradicción obrera y de clase, no acabó el gesto, quedando en un juguete
dislocado ante las prisas del otro que ya le estaba interrogando:
–¿Pepelópez?
El tal Pepe se paró un momento, y mirando
al impertérrito de gafa y sombrero, que se había metido las manos en los
bolsillos de la chaqueta estirando hacia abajo, creyó adivinarle una pistola en
la derecha, y que desde allí le descerrajaría un tiro. Ya lo había visto él en
alguna película. Pero le echó huevos a la cosa, y respondió:
– Sssí...
El agente Martínez siguió, serio y sin
embargo sereno. Profesional, vamos.
–¿Es usted el que ha hecho lo del diploma
del cursillo de entrenadores de perros del Cuerpo?
Ya estaba. Pepe pensó en sus hijos. ¡Si ya
sabía él que aquel diploma le iba a traer la perdición! Pero quién le mandaría a él haber metido
aquellas orlas, dándole aquel aire moderno, de diseño, manteniendo el talante
conservador y a la vez actualizador de la imagen de aquella gente. Y quién le
mandaba a él, que ya se lo advirtió Meroño, el impresor de la cosa, corregir un
diploma a tan benemérito cuerpo, aunque fuera para bien y poner una coma entre
donde decía “perros policías”. Aquel gazapo le iba a costar caro y ahora iba a
recibir badana. En su puta vida había estado dispuesto a crear para gente que
no apreciara ni el arte ni la literatura, y ahora, para una vez que se
arriesgaba, mira...
–¿Es usted el que está haciendo el diploma
con Meroño o no?
Pepe descorrió su mirada por el
bienplanchado, como pidiéndole permiso para contestar. Aún tenía el pico del
bolsillo apuntándole a su vientre cervecero. La fugaz idea de que no había
hecho testamento le cruzó por la mente, apenado por el incumplimiento de sus
debidas obligaciones patriarcales para con su prole. Algo instintivo y
excusable, pues no cayó en que vivía de alquiler y debía los muebles y la tele
en color. El caso típico de una situación neurótica. Se volvió al guardia, que
esperaba ya un poco inquieto ante tanta ida y venida, y celoso del asombrerado,
todo hay que decirlo, al que lanzó una mirada punzante, claramente
desaprobatoria de su actitud carnavalesca en pleno servicio, y con la mismas,
preguntó de nuevo a Pepe, insistiéndole, el cual, por fin, agachó la vista y
confesó:
– Sí... pero por las tardes.
Alegó, como si fuera un atenuante, juntando
las manos a la altura de la huevera, como esperando las esposas y la corona de
espinas, con un ‘¡que me lleven!’ impreso en el blanco de sus ojos, dispuesto a
acatar las órdenes del destino, siempre indigno del proletariado, pensando
penoso que no había suerte para el hombre honrado.
Nuevos mitos para el Cuerpo. Impostados y acordes con los estereotipados al uso. Y aún así dudosamente útiles. |
El guardia, al verlo entonces, se puso aún
más serio, casi solemne, y le dijo:
– Que nos manda el capitán; que de parte de
Meroño, que si tiene usted letras de esas que les aprietas con un boli y se
pegan..., que se le han terminado.
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