La burbuja gastro española lleva camino
de convertirnos, si no en omnívoros en cuchiflitívoros, catadores de culinicaprichos,
probadores errantes de genialidades ociosas del gusto, retorcidas delicatessen y
pijotás varias para desganados; decadencias propias de esta nueva belle èpoque
granhermanista de barba impostada y vintage forzado para maridar el no tener un
duro con la aventura de tener que vivir a la moda que impone el sálvese quién pueda
de la crisis final, y paleto el último.
Lo cual arroja, temporada tras
temporada, a las playas del comistrajerío de esta nueva gran subclase
mendicante general, tal cosecha de enteraos de la comida, paladares cursis,
tontos de pituitaria y probadores de fiascos, que, digámoslo pronto, han
formado tal témpura de gilis gustativos, o lo que se dice morrifinos
sobrevenidos, que no hay abuelas para dar abasto a tanto abanto de cocina como
brota.
Son tantos los programas, libros, concursos, reportajes, videos, horas
dedicadas a la ilustración del cocinicas, tantos los consejistas, tal el
sinnúmero de listos de papila, científicos de la ingesta, dietistas y pensadores
dedicados a ocupar al aspirante a empaparse bien de su alimentación no menos de
varias horas al día –muchas más de las que emplea en tragar y cocinar–, que el
asunto, más que una fenomenología del gusto, raya más bien en la del mal gusto.
Y aunque en realidad se trate, como diría un castizo, de probarlo todo con tal
de no hacer de comer, hoy día, si no estás un poco al tanto de las últimas
tendencias, si no dejas caer que eres un comidista, al menos de afición, que es
como ser rojo en los setenta, y tan imprescindible como saber algo de fútbol en
aquella época para hacer autostop, es que no te comes nada, pero nada. Bueno,
si acaso algún cuchiflito sin fuste ni fundamento.
Así es que lo mejor es
declararse foodie cuanto antes, esa democratización fervorosa avant la léttre
(o sea antes de haber comido) del gourmand más elitista, puesto, diletante y
bonvivant. Y mejor antes de saber el menú. Si no, ni en los entrantes podrás desplegar con credibilidad los finos análisis
de fenomenología del hambre –y de la saciedad (dicho en anglosajón)– propios de
tu encomienda. Que de eso se trata. Aunque yo sea más del Eclesiastés: que sí,
aquí hemos venido a comer, pero también para beber y lo otro. Que te hinchas, y
luego el dios que te menea.
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