Al parecer, entre nosotros se
ha desatado una tremenda afición a las mascotas –además de Rufián o Sorayita,
quiero decir–. Sea o no por lo que decía Diógenes el Cínico, “cuanto más
conozco a las personas más quiero a mi perro”, los que llevan el tema hablan de
una epidemia de petofilia, o apego excesivo por las bestezuelas (no confundir
con la propensión al gaseo de lo que está al alcance de nuestro culo).
Y España es, cómo no, una potencia (también en lo segundo), siempre fieles como solemos a nuestro mayor exceso en un mundo excesivo, que es el desahogo, esa quizá nuestra mayor facilidad que es la de hacer el Jorge (o Jordi) que todo le coge (o cabe); esa holgura para tragar
con lo que sea con tal de que no nos toquen lo nuestro (?); ese andar holgueros
de conciencia, moral, siempre en paralelo a la capacidad manifiesta de adoptar y ser
adoptados a la vez por lo uno y su contrario y, nuestra mayor debilidad, acabar por ser del último que
llega.
Todo lo cual no es otra cosa que una nueva colección verano e invierno
del viejo chaqueterismo remozado para ir tan desanchados, dúctiles y relajados
de usos y costumbres, bregando con lo que nos es odioso con esa buena cara y estómago tan
falsos como el bienestar, para acabar manifiestamente orgullosos de nuestros vicios, contradicciones y
cagadas, en que estriba el nuevo carácter nacional, hoy en extremo consentidor
y baboso –que cría la mala baba que hay que usar por otro lado–, como antaño
era en extremo furioso e intransigente (somos así de ciclotímidos), y que no
hay que confundir con la tolerancia.
Porque, a la vez que se ama al animal de
compañía, se condena más que el vecino baje la basura a deshora que aquél se
nos mee en el ascensor; o que entre las abuelas, en general tan enrolladas
ellas con la modernidad, haya un respecto casi devoto por lo LGTB, mientras ellas mismas sigan
alimentando en sus casas el machismo más vil; o cunda la donación de sangre,
miembros –sobre todo si son de la familia– o alimentos, junto al nuevo repudio de
rumanos, o el viejo de los gitanos.
Todas, manifestaciones de un nuevo civismo, ampuloso y bien educado, que expresa sin embargo el fracaso de
una civilización en la cual, como en la propia cristiandad, llevamos inmersos siglos y solo se nos nota en la
superficie, calada por esas modas con las que nos vamos vistiendo cada temporada o cada cuánto para cambiar algo y que nada cambie en
el fondo (de nuestro supremacismo irrelevante).
No hay comentarios:
Publicar un comentario