Aquello de tratar al
prójimo como a uno mismo, la gran ley económica del trueque relacional, parece
que ya pasó su momento, habiéndole sucedido lo que podríamos llamar gestión del
prójimo, derivada de la gestión contractual de todo que ahora somos, pues
mientras que la filosofía se ocupa del ser o su pareja (la nada, el mundo,
Dios, etc), la sociología triangula el juego a partir de lo que interfiere lo
dual, las clases, los medios de comunicación, etc, e intermedia la vida como un
espejo o como un prisma, rebotándonos sus haces de luz confusos que dan la
forma chinesca de nuestra paradoja.
Así, es extraño pero lógico que el individualismo, la atomización y el alejamiento en busca de la privacidad, se lleven a cabo por medio de jornadas, encuentros, asambleas, reuniones y simposium, porque es ahí, en lo colectivo despersonalizado donde la personalidad se encuentra más a resguardo. De ahí el incesante proseguir, cuando muchos auguraban su ocaso, de misas, sectas, religiones, y asociacionismo de tipo esotérico o espiritoso, algunas de muchos grados, en busca del grado de personalización que cada cual pretende endiñarse.
Lo cual conlleva una
división del trabajo de la personalidad, que se obliga a diversificar sus
campos de pastoreo, situaciones, asuntos, y a clasificar la gente con quien
tratarlos, una vez parcelados y especializados, para cubrir objetivos muy
selectivos, pues no es lo mismo una reunión dedicada a la adrenalina que otra
por ejemplo destinada a la testosterona, o escoger entre cultivar los celos que
la autoestima.
El hombre, en pos de
su personalidad, da una vuelta de tuerca más, esta vez cultural, a sus
neuronas, trayendo los asuntos hacia lo particular, unos con unas personas,
otros con otras, adecuando circunstancias y ambientes. Y todo, para
desigualarse de la “democratización por decreto” que vivimos y que va en contra
de esa necesidad humana de diversidad que es como se identificaba hasta ahora,
y en lo cual eran de mucha utilidad los otros, que al difuminarse, se buscan, o
dentro de sí –porque se trata de buscarse uno, no a los demás–, volviéndose
multifacéticos para ser otros, o allí donde no hay intimidad que molestar o
existen barreras asumibles, en fraternidades sectarias de grupos restringidos
de relaciones, como paradoja de ese aperturismo que se publica pero que hace de
la privatización la diana del viejo dardo de que unos mocos son sorbidos y
otros son sonados, y que rebaja a rango de simple ilusión la preocupación por
los otros (oenegés, neocaridad, etc,) una vez que la sociedad de los otros ha
cedido su vigencia a la regida por el yo, mi, me, conmigo, y la plena indiferencia
por los demás comprobada en la tendencia a presumir precisamente de su
contrario, de lo que se carece y se echa de menos, y el tener al otro siempre
en boca, sea por haber desaparecido de la faz de las relaciones o esté presente
sólo a través de la puesta en escena de la abstracción que resulta del
tratamiento personalizado de emociones como la envidia o la piedad, cuya
gestión se acomete, no ya en directo como Vicente Ferrer, sino a distancia y
con medidas terapéuticas la mayor parte de las veces telemáticas.
Una búsqueda a
ultranza de identidad esta, que al darse en uno mismo y no ver a otros en uno
(o verlos, que es peor) ni a uno en otros, no consigue más que la propia
dispersión y extravío y la distorsión del planteamiento vital, dejándonos en la
estacada como simples curiosones no sólo de la vida de los otros, bajo excusas
de solidaridad y relaciones abiertas, sino de nosotros mismos, que es lo peor,
puesto que, encima, podemos creer que somos aquello que ya apenas existe: los
demás. Y así es imposible conocerlos, ni mucho menos a nosotros mismos. Lo cual,
bien pensado, a lo mejor no merece ni la pena.
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