Se diría que el trato
del poder (o de todos, más bien) a los mayores, entre la desfachatez y la
hipocresía y tan suficiente como negligente, se dirige a aniquilar el número justo
de ellos para que la senectud siga siendo a nivel ideológico, o sea imaginario,
icónico o como se diga, la vaca sagrada ficticia de una sociedad viejuna pero
asentada sobre el culto a lo joven, que tiene que rendir tanta pleitesía al adolescente
sin futuro como adulación geriátrica al sector provecto en alza que, aunque
despreciado, es la base real de la familia (por edad y refugio económico), la
propiedad (por acumulación) y el estado (por votar y mantener las instituciones
aunque solo sea por la necesidad de creer en ellas, qué remedio).
Una esquizofrenia social que, con la incertidumbre subida de tono, llega a lo chirriante, cuando no a lo descacharrante de esos homenajes, con cánticos y aplausos a abueletes y otras reses propiciatorias para resaltar lo que los queremos y (sobre todo) ensalzar lo bien que se portan con ellos el poder y las instituciones.
Y es que el dicho de
Kant, “La inteligencia de un individuo se mide por la cantidad de
incertidumbres que es capaz de soportar”, solo es válido para un sujeto
autónomo, que es en quien pensaba él, y no en el dependiente, que hoy somos
casi todos, y más los longevos, cuya inteligencia se basa más en la resignación,
la obediencia y la confianza (sin fundamento) en los gestores de su
despreciable individualidad, que en la posibilidad de su propias potencias.
Y a
esperar que a la falsa caricia o el forzado halago por interés o impostura no
suceda el ahí te quedas, a morir como un número, cuando no la puñalada directa,
disimulada o no de quien, hechas las cuentas, ya no le sirves para nada. Salvo
para seguir proclamando la senectud como lo más venerable. Y utilitario.
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