Este año se cumplen
dos efemérides en una misma persona, la de la vida y la de la muerte, una
involuntaria, la otra elegida, la primera de un siglo que hará allá por octubre
cuando Violeta vio la luz austral; la segunda exactamente medio, cumplido el
domingo pasado a los cincuenta de que la doliente poetisa se pegase un tiro en
la sien para salir de escena a la manera, dicen unos que romántica, otros que
lúcida y otros qué lástima.
O tal vez quizás como la única manera de poder
volver a los diecisiete siquiera la nanoestadía fractal y sin parada en esa
estación adolescente, en la regresión a la nada que es la muerte en un segundo, camino siempre al
norte, como el Run-run de su canción, y maldiciendo del alto cielo por ello,
tan vecino del infierno.
A su estilo y según el favor del viento, preguntándose
la jardinera paloma ausente desde entonces, qué he sacado con quererte (la vida), y darle
gracias sin embargo, en versos de desengaño, indiferente a lo que dirá el Santo
Padre que vive en Roma, sobre si Arauco tiene una pena, los pueblos americanos
o porque los pobres no tienen. Y viva Dios, viva la Virgen.
En fin, cien años
de felicitarnos y cincuenta de condolencia. Eso es lo que este 17 del XXI nos
traerá de recuerdo de esa estrella que aún alumbra, deslumbrando, o mejor al
revés. Y en español. Aunque aún no comprendamos el inmenso lujo que eso
implica.
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