El nivel de vida de las
naciones modernas se mide por el parque de perros de que disponen, y su calidad
de vida por el calibre de las deyecciones que proporcionan, puesto que parece
evidente que allí donde no sobra el alimento humano deba faltar para animales
que, de existir, dejarían de ser de compañía para serlo de despensa, ya que las
tripas solitarias organizan unos conciertos completamente dodecafónicos y
claro, eso va contra la armonía que debe reinar entre los seres.
Me refiero a que donde
falta galufa no puede haber ni Yin ni mucho menos Yan, y si se fijan en los
noticiarios podrá observarse que en la colas esas de africanos pegándose
callancas para arriba y para abajo, pocos perros se ven. Y mucho menos con
pedigrí, salvo alguno de dos patas de la Onu, que además no llevan el cartel de
“cuidado con él”, aunque se les pueda identificar por su mejor lustre y
mondadientes.
Esta tontería puede ser sin
embargo revocable si echamos mano del caso hindú donde, a pesar de la escasez,
se mantienen unos cientos de millones de reses bovinas sin hacerles el menor
caso, quiero decir sin hincarles el diente, prácticamente como en los tebeos
Carpanta se hacía el loco al ver pasar los pollos, por si eran un sueño, y
estas vacas de atar parecen más cuerdas que los que las rodean y agasajan, que
mantienen en medio de tanta miseria una reserva enorme de carne ambulante.
Pero que nadie se engañe
porque, aunque absurda, la respuesta a esta indiferencia es “para no morirse de
hambre”. Algo que se comprenderá si se tiene en cuenta que, dada la escasez de
alimentos que hay allí para tal gentío, si encima se dieran al golosineo de una
dieta no estrictamente vegetariana, la agricultura no daría para producir
suficientes proteínas de un tipo u otro al tener que destinar la mayoría de sus
recursos, que son los que hacen falta para producir una unidad proteínica de
carne de vaca, a la cria de ganado.
Para evitar eso y justificarlo a todos los niveles, como se hace en cualquier sociedad y cultura, se han inventado lo de sacralizar las vacas: así no se las tienen que comer ni reproducirlas, saliéndoles más barato sólo malalimentarlas. Así es de absurdo. Pero no más que lo de nuestros perros.
Para evitar eso y justificarlo a todos los niveles, como se hace en cualquier sociedad y cultura, se han inventado lo de sacralizar las vacas: así no se las tienen que comer ni reproducirlas, saliéndoles más barato sólo malalimentarlas. Así es de absurdo. Pero no más que lo de nuestros perros.
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–Voy a dar parte. –Por mi puede llevársela toda. |
Una ingente tarea que necesitaría de un nuevo Adam Smith, un nuevo
padre de la economía política del XXI,
que partiendo de la tesis de otro insigne ecónomo, Thorstein Veblen, que no es
ningún personaje de El imperio contrataca, sino un genial sociólogo de hace un
siglo que elaboró los parámetros de la sociedad del ocio, el consumo y el
despilfarro, llegase a proponernos una nueva tesis futurible del valor a partir
del perro y sus derivados, mejorando la mía sobre la magnitud de su producto
más genuino. Solo que eso implicaría ir siempre armado de un calibrador y un
estadillo; todo, por otra parte, tan de este siglo obsoleto.
Pero está claro que nos
hace falta algo que nos explique todo sobre el nosotros y el mañana que está al
caer y romperse una pata. Y qué mejor que esa explicación sea a través de
nuestro mejor amigo, inquilino, socio, algo pariente y hasta amante. Todo para que, como siempre, los
secretos de nuestra existencia queden en casa, antes de que nuestras casas se
queden sin existencias por su culpa y haya que pedir la cesión de otro 0,7 para
los tenedores de perros a riesgo de no poder atender el demandado para el resto
de los perros que no comen perro del mundo, aunque en su caso sea más dudoso,
si es que les quedan.
Para ello bastaría con que
nuestros ricos se despojasen de ese porcentaje de lo destinado a sus perreras,
y que los pobres de solemnidad se despiojasen de lo mismo con destino a sus
vástagos que, para el caso y según las nuevas normas de igualdad, es lo mismo.
O, mejor y para aligerar, que los pobres no hagan nada y que se les descuente
directamente de la subvención, no vaya a ser que se equivoquen en el papeleo y
luego haya que echarles la culpa de los niños famélicos del mundo.
Al fin y al
cabo un niño famélico responde de otro y los perros de los ricos sólo podrían
responder a la voz... de su amo. O de su ano, que es el instrumento con que
escriben su historia en el planeta urbano. Y que nosotros rubricamos con la
suela de los zapatos sobre el lacre de las mierdas de perro que pisamos a
diario. Habrase visto.
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