Fue, quizá, el único
actor que murió de viejo a los 50. De modo que pese a morir casi eso que se
dice, “joven”, no dejó precisamente un bonito cadáver.
Era de Tasmania, y uno
de los pocos diablos de dos patas que ha debido dar la isla, a razón de cómo lo
calificaba ya su madre desde su más tierna época en pantalón corto, y su
hiperactividad llegó a ser tan pronunciada que aunque solo sea como mito del
pasar por este mundo con exceso de vitalidad, su estela todavía no se ha
esfumado.
Si bien la estrella
de Errol Flynn se había roto ya no mucho después de su juventud, en plena edad
de Cristo, hacia los primeros 40 del pasado siglo, en pleno infierno matrimonial;
o quizá cuando no lo admitieron para el servicio en armas en la IIª G.M. por
estar, a los 32 años, físicamente decrépito. Lo cual dicen que le alteró,
haciéndole mella, pues Errol pasaba por ser también un hombre comprometido con
algunas causas equiparables a eso que llaman ideología. Así, por ejemplo, y no
sin cierta curiosidad morbosa, se dejó caer, en compañía de un médico amigo,
por España, y con un carné agenciado como corresponsal, en plena guerra civil,
en el 38, más concretamente por Albacete, a visitar el sitio donde había más de
un paisano suyo sirviendo en las Brigadas Internacionales y donde hasta se dice
que hizo su conquistilla del terruño, una tal Estrella.
El caso es que su
rechazo del ejército iba a ser el punto de inflexión de su imagen, su carrera y
la aceptación del público, ya que si hasta ese momento éste le había perdonado
todos sus incontables desmanes, ahí mismo lo tiró del capitel de sus
preferencias, simplemente por no poder servir a la madre patria en apuros
cuando más necesitaba a quien, tanto fuera como dentro de la pantalla,
personalizaba la intrepidez arrebatadora y con garantías de victoria más absoluta,
y precisamente con quien no se podía contar para ganar la guerra. Lo cual era
imperdonable.
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Errol, Nora Eddington, su segunda mujer, Rita Hayworth y Orson Welles, en la celebración de algo, seguramente de Rita, cuchillo en mano. |
Su partener de
aventuras al dar el sí quiero resultó ser la francesa cinco años mayor –algo no
muy difícil, dado que Errol tenía solo 26–, Lili Damita, la políglota, y no
solo lingüísticamente, o Lili la Tigresa (después sería también Lili Dinamita),
como la presentó la Metro en su debú en 1928 en las Américas, para lo cual seguramente
no le vendría mal su matrimonio europeo a los 21 en 1925 con el húngaro Manó Kertész,
que después sería Michael Curtiz, que iba a ser el gran introductor de Errol en
el cine, y como buen (o malo, ni se sabe) amigo, en el matrimonio, por lo visto.
Si bien ella en sí misma era toda una bomba en varios sentidos. Y claro, poco
después, él (con la inestimable colaboración de muchas otras y otras cosas)
estaba ya para el arrastre, y a los cinco años, en 1942, lo dejaron, pero sobre
todo a él, que además de ser una ruina física en ciernes, quedó en la ruina
total financiera, hasta el punto de tener que huir con su yate a alta mar en
más de una ocasión, para esconderse de sus acreedores.
A partir de ahí, el
declive fue imparable y su vida, como ida inclemente por una espita, una larga
y tortuosa carrera cuesta atrás y sin frenos hacia la nada, cosa que descubrió
en el diván de un aeropuerto mientras esperaba desfallecido a tomar un avión.
Siempre el riesgo. Y es que cada cual muere como puede. Solo que él siempre
había vivido como había querido. Que es lo difícil. Aunque sea para mal.
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