Recientemente
he levantado un gallinero con cuatro alpacas, unos palés y una lona y me ha
quedado tan de dulce y acorde con otras obras del municipio, que he pensado que
me lo inaugure el alcalde, o algún representante de la Junta, ahora que estamos en plena campaña y total, qué les cuesta poner un cintajo más y cortarlo, dedicándoles unas palabras a mis pitas, que por cierto sería todo un honor para ellas, pues les aseguro
que nunca va a tener un público mejor.
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No obstante, si
creían que me iba a arredrar, iban listos. “Aunque sea algo simbólico, la
primera piedra, quiero decir la primera alpaca”, rogué, que es lo que tocaba. Y
nada. La agenda de inauguraciones era tal que estaban pensando en buscar dobles con un brazo ortopédico para no agotarse de tanto tijeretazo. Por la mañana inauguraban una
merienda, luego una partida de truque, un árbol con veinte años, una máquina
expendedora de profilácticos, y ¡una bocacalle!
Les garanticé que lo mío sería menos peligroso que todo eso, que los palés estaban
apuntalados y con la estampica de San Antón. Y nada. Y me irrité, vaya,
recordándoles que hacía nada habían inaugurado la casuta de un perro en otra
parcela, porque, claro, sería del partido, el dueño quiero decir, porque el
perro sé de buena tinta que es medio lulú.
Ahí creo
que los pillé y entonces me ofrecieron, no sé, si fue al concejal o al delegado de medio ambiente como
sustitutos de sus ilustrísimas, pero yo por ahí no paso, no vaya a ser que dejen de poner las
gallinas. Por si acaso también renuncié de antemano al de movilidad. Y por supuesto, a las concejalas. No es por nada, es que el gallo no está para bromas.
Me puse tan
pesado que, por buenas composturas, el tío que apuntaba las peticiones hizo como que registraba la agenda y
me garantizó que, aunque imposible, me juró, o prometió, no sé, que el día
antes de las elecciones, si era menester, me inauguraban lo mío. Y así quedamos.
Y estoy que no quepo, porque ese día pongo el huevo. Quiero decir mis gallinas.
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