Bestiario
Cerdo.
Dos son sus confusos orígenes. El del linaje,
que algunos datan cuando Eris, diosa de la discordia, encelada con el díscolo
Aries, celeste atleta mediofondista del fornicio que la había despreciado por
adornarse el cabello con acantos, tomó de las colinas un buen ejemplar de
jabalí y lo ensalmó para volverlo un hermoso decatleta, que eran su debilidad.
Pero con la correprisa, la azarosa fatalidad sólo lo blanqueó, desdentó y
ensanchó fondón, aunque igual de trotón y de patoso. Eris, al verle la varilla
de sauce de su abdomen, lo probó, pero fue tanto el suplicio aplastada por sus brazuelos,
que a mitad de faena lo despanzurró allí mismo, y dándole hambre el trabajazo
de zafárselo de encima, la voluptuosa, cambiando de apetito, se lo zampó allí
mismo sin más trámite.
La otra línea, la de la ralea, viene del
desencantamiento por Circe de los marinos que acompañaban a Ulises, y cuentan
que uno de ellos, Landracio de Pocilgia, tan aporcinado estaba con el aroma
punzante de la merdolaga de la isla, que amanecía las albas de sonrosado y
gordo que no cabía entre los alhelíes y las prímulas. Y al irse Ulises sin él,
por cómo pudiera sentarles el cambiazo a sus colegas, el hada lo atribuyó a una
pérdida de sexapil y lo expulsó a lo agreste, dando las fieras cuenta de él.
Pero al poco, Belgia, otra convicta, asomó con una piara de trece lechoncetes
ya destetados, con la misma esbelta calidad tocinera de Landracio –que al
parecer había tenido tiempo de hacer alguna marinerada–, y la buena
predisposición pernilera materna. Y Circe, viendo en ello un signo de progreso,
los dejó medrar, consciente de que canas son que no lunares las que empiezan en
los aladares; no sin antes maldecirlos con las
indecencias de su ingrato trato, como contrapunto al confort de su paladar,
condenando a los que de él gustasen a ser tal para cual. Mucha Circe.
Ambigüedad que aún trae de cabeza a todos, y que la transgénesis, en vez de
servir de paliativo moral y alimentario, ha venido a empeorar.
(Hemeroteca)
Y hablando de trasplantes,
confieso que a veces esta reseña no sólo me da hambre, sino que también me ha
servido más de una vez para explicarme el cerdo, no faltando autores que
sustancian su categorización en el denuedo con que el género humano, quitado
que su parte más aprensiva y estricta, se entregase otrora a este remedo de
bienestar epigástrico. La contribución a su alacena fue tan alucinógena para la
civilización, que hasta los más nihilistas, que no son precisamente los menos
aficionados a sus derivados, sacrificaron, interesadamente, a la razón,
generando en su lugar toda una lúcida escatología con apotegmas vueltos del
revés, como el archiconocido: “el cerdo es una cuerda tendida entre el hombre y
el superhombre”, sólo para confirmar el nacimiento de éste por acumulación
humanística de grasas insaturadas. (A este respecto resulta aclaratorio el
Apéndice 4).
Esta apoyatura sobre una
visión del cerdo como el cabo extendido históricamente (en ristras) para la
salvación, a modo de degustación, de los cuerpos y las almas, no sólo les
servía de collarín para amortiguar las collejas más que merecidas por su
tergiversación. También facilitaba no tener que esperar a juicio final alguno,
ni usar transmigraciones de urgencia, salvo las de carne y hueso (especialmente
lo primero) de los xenotransplantes, algo que los humanos siempre se
suministrarían a sí mismos por vía oral, con tal de sacar tajada de su
etnocentrismo. Otra cosa es si es cierta o no la supuesta intención de hacer
explosionar así, ya puestos, el pensamiento nietzschiano por extrusión similar
al embutido, que es mucho suponer. Aunque el ideal superhombruno tiende a
ensancharse como una onda expansiva con el culto ilimitado de lo cárnico como
orden de satisfacción, a lo que la práctica charcutera, tanto física como
mental, va de perilla. Lo que deja a lo apolíneo lo opuesto, como el gran
sujetador (sic) y como regla sangrante de lo reproductivo. Dicho sea de paso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario