A sus 103 años recién
cumplidos, Olivia de Havilland es la decana de un cine que se fue e historia
viva del mismo, siendo muchos los hitos protagonizados por los que se la recordará, dos de los cuales parece relevante resaltar aquí, uno en lo
artístico y otro en lo social. Por orden cronológico.
En el año 38, Olivia pertenecía
a la Warner, y esta productora, tras ver el éxito obtenido por la película en
color de Disney Blancanieves y los siete enanitos, al fin se decidió a dejarse
de escarceos con el color, como el resto de estudios, y producir lo que
entonces se llamaba un filme de prestigio, lo que ahora es un blockbuster y
años atrás se llamaba superproducción. Esta fue Las aventuras de Robin Hood.
La demora del uso del
color no era baladí, ya que la tecnología aún no estaba contrastada. Pero
cuando el sistema Technicolor se empezó a asentar, la Warner se metió de lleno,
y el éxito más rotundo fue la respuesta a su osadía. Ya que no escatimaron
nada, presentando en la película el despliegue de diseño de color más amplio y
potente desarrollado hasta la fecha, hasta fijar con él incluso bastantes de
las bases del uso psicológico del mismo como un lenguaje nuevo que añadir a las
imágenes y al sonido.
Apoyándose en el
vestuario (9 cambios para Olivia en todo el filme) y la puesta en escena, los
colores funcionan en esta película como un mosaico, adaptativo de las
situaciones, que define e intensifica, como un lenguaje superpuesto, no redundante
sino ilustrativo, como en el romance con Robin, en el que actúa como un
barómetro de sus altibajos que atraviesan toda la película (que es de
aventuras), subiendo y bajando su gradación y su transmisión al ojo y cerebro
del espectador con mensajes de todo tipo, modulando así una película de un amor
poco dialogado, del que los colores hablan más que las palabras.
Pues es el color el que hace de guía en ese enjambre de mensajes, expresados o subliminales, siendo
significativo que Olivia, que suele ir de oro, plata y verde, siempre es
rodeada de púrpura como fondo. Todo un preludio de lo que será el uso
psicológico a troche y moche del color en el cine. Para lo cual el rostro
limpio, puro y diáfano, neutro como un lienzo sin usar, de Olivia, era
ideal para pintar en él con el nuevo lenguaje cromático.
En lo social, cuatro
años después, y harta, más que de ser, como todos, una auténtica esclava de su
empresa –los actores son ganado, solía decir Hitchscock–, de que le endilgaran
todos aquellos papeles de boba bienqueda que le impedían actuar como ella
quería, etiquetándola de un modo artero, va y denuncia a la empresa. Una mujer.
Claro, los hombres estaban en la guerra. Pero el caso es que ninguno se había
atrevido antes. Y automáticamente fue suspendida de empleo y sueldo seis meses.
Y amenazada con extenderle unilateralmente y sine die su contrato, pero sin
cobrar.
Heredera de los redaños jurídicos del padre
putativo, nuestra ya Melania invocó la Ley Antipeonaje de California de 1867 que
prohibía a los patronos reducir a los trabajadores a la servidumbre, y ganó. Fue
la guerra de Olivia, y todas las grandes estrellas y otros actores relevantes,
al volver de la suya, pudieron renegociar, con la aplicación de la sentencia
(la Ley Havilland, se llama), nuevos y valiosos contratos, iniciándose así una
nueva era de relaciones entre Hollywood y sus empleados, pues nunca ya sería
igual.
Y aunque ello le costó –nada sale gratis con los poderosos– tardar
aún dos años más en volver a actuar, nada más hacerlo, volvió a ganar, en el 46, otro Oscar. Con un par. Y eso que parecía mema, la tía Melania, que, oye, que cumpla
muchos más.
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