Había
palmado el latín en la reválida, y allí estaba, en un aula para pringados de
todos los cursos. A ratos, Domingo, ese otro Henares del bajo derecha dominical
–cómo odiará esta redundancia–, trataba de enderezar nuestras alborotadas
neuronas.
Pero como si oyéramos llover; y eso que era cuando la canícula, ese latinajo
en realidad nuncio del infierno. Nuestra atención y casi único Catón estaba en
las ventanas. Más allá estaba la vida; acá, el muermo de su dudoso libro de
instrucciones Y a la que se cataban, las abríamos, para chafardear,
despotricar, hozar en el ambiente (morituri te salutam).
El golismeo, con la
típica mojada y paso atrás propio de la ley seca (alea jacta est). Hasta
cerrarlas, pillados in fraganti, y réquiem cantimpaces (o sea requiescat in
pace), dejando algún resquicio por el que ver de refilón lo que pasaba.
Y que
mayormente eran alguna dependienta de Hoyos especialmente sugerente, o la
estanquera del Rosario, alabada más que los jamones de Marqueño, hasta por el
más seglar de los socios de aquel chiringuito educativo, que así se lo habían
oído en La Española; sin olvidar las marmotas que pasaban por debajo a hacer la
compra en el mercado, con las cuales soñabas en latín (vini, vidi, vinci).
Y en
ello andábamos enfrascados, refrescándonos en caliente, y en prohibido, que
alimenta más, cuando a la ventana llegó, atropellado, emocionado, casi en susto,
Gila, un colega algo rezagado a quien Bernardo (Goig) no paraba de hacer caricaturas
chuscas para afilar el lápiz y solaz de aburridos. Y aturullado, haciendo honor
a su mote, nos soltó allí mismo, de sopetón, sacándonos de nuestro mirador:
“¡Los americanos acaban de llegar a la luna!”.
Y fue tremendo. Durante tres
segundos el silencio fue brutal. Después, todo fueron improperios: “¡Tú sí que
estás lunático!”. “Anda, no me seas gilapoyas”.
“¿Para eso nos molestas?”. Y dándole la espalda dejándolo con su mudo
desenfreno, anonadado por la nula acogida de tamaña nueva, volvimos a la tronera.
Nos la sudaba –y me la suda– que llegaran o no a la luna. Pero la nuestra, la
de la ventana, en la que vivíamos, que no nos la pisaran.
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