Años después recuerdo el
último regalo que El Maza me hizo un domingo de julio de esos en que uno vaga
perdido entre los isótopos del verano.
Era un casete de la D.G.T. con temas del
festival de San Remo y deleznables chorradas de pseudohumor de relleno sobre la
seguridad en carretera, que acarrearían más fiambres de los que prevendrían. Y
ellos qué saben.
Lo mejor de la cinta era su distribuidor, que echaba el alto a
los reconocidos y te la endosaba. Otros de su talante han dado bolis,
estampicas, o te han pedido un duro, que son formas de darse; pero éste, como
le había dado por el tráfico, te oficiaba con ademanes, aspavientos, poses y
otras formas vehiculares de estar en medio, que era su oficio, y tú te dejabas
porque hay felicidades que no piden pan, y si encima te regalan a Domenico
Modugno...
Hay seres -y enseres- que poseen la capacidad de hacer de muestra de
las esferas perdidas, y El Maza, cuando entonces, nos revertía a la esfera
pública, no en su vertiente prostituta y tergivérsica, ni la del laberinto de
espejos en que nos examinamos, esa realidad de bodegón que nos fabrican, ni la
de la celebridad o la cenicienta actualidad, no, sino la de los taninos del
vivir colectivo, aun resudado y fétido, la del entorno con solera: el árbol, la
piedra, la gente, aquello que Felipe (D. León, cuidado) enunciaba como el
mundo, y que ahora parece que nos ensucia.
El Maza, que creía en el otro
Felipe, Dios sea loado, era uno de esos elementos del camino y del andar con el
que estamos condenados a tropezarnos aunque fuera en bici, la de los colorines
y las briosas cintas y quincalla refulgente que, como un tropel de oropéndolas,
pasaba a ras del pavimento, que era su pedestal, aparcando lo eterno en mitad
de nuestro autoestimado tráfago,
poniendo en marcha la moviola desgranadora de la soguilla de un tiempo apenas
detenido.
Una de esas personas públicas de verdad, con su facultad de gente de
la calle y que parecen puestos ahí por un Dios social y verbenero para hacernos
detectives de nosotros mismos en nuestra relación irremediable y cada vez más
oscura con ese espacio del que crecientemente aborrecemos y quizás por ello aún sea más reivindicable, a la vista de la escasez actual de su savia en los que han
hecho de ello, no oficio, sino profesión bien remunerada en esta sociedad de
esfinges, que cuando te tropiezas con uno no sólo no te da ninguna cinta sino
que a lo mejor te tienen que llevar al dentista, porque les falta la blandura
del rocío y les sobra la de los invertebrados a los que en el fondo envidian,
por mucho que se vistan de luciérnaga, pues el brillo que despiden no es otro
que luz de gas para los demás que, como aquel ciclista obrero autónomo del
tráfico que estaba del corazón desconociéndolo, se dedican en cambio a alumbrar la vía
pública y de paso las privadas –aunque muchas veces no consigan hacerlo con la
suya–, sin necesidad de meterse en una lista o pegar un codazo a su mejor
enemigo, y que encima tienen el detalle de regalarte a Modugno para ayudarte a
volare a cualquier nube en un Domenico de julio de esos en que los isótopos
están tan sesteados contemplándolo.
Descanse en paz y otros con él del mes de
julio, que cierto estoy harán buena compaña gozando del frescor imaginado de la
bahía de San Remo.
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