Febrero no es un mes
sino más bien el huevo kínder de la calenda, siempre sorpresivo, amañado,
francamente desleal y casi prescindible.
Estirando sus días como patas de gallo
por el surco que dejan en mejillas y sienes los pasos de diario, te adula y te
complica, te enajena y te puede con su sol zodiacal pasando por Acuario,
prometiéndote en vano la lluvia fraternal en cada Candelaria, y te traiciona
estéril –que ya nos conocemos– con excusas pueriles de si soy corto, o loco; a
saber qué negocio.
El caso es no fiarse, pues lo mismo da albricias,
premoniciones varias que engordan ilusiones, que se te ríe con ellas en su
carnavalada vestido de marmota y antifaz de sirlero, y al tiempo es presto y
fiero, arreando sopapos al dulce de tus sueños, para eso muy despierto.
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Por no hablar de su amor a lo inhábil y absentista,
semaniblanco, cósmico y fruslero, jueveslardista, gorrón y cuenta nueva, apátrida
del año y rey del menoscabo, lunar, escarmentado, atejerado, fútil, venal,
apercibido, apamplinado, seco y huidizo, tan hostil como audaz, amorcillado,
acobardado y vil, mas no te fíes.
Febrerillo mamón, en suma (de desplantes), pequeño
cabroncete, enano recrecido, resabio de un invierno averanado, enfermizo
bisiesto, borde a malas, vendedor de Blasillos (sin licencia de Forges), solo
tienes un cabo positivo, el de durarnos poco –aunque sea mucho– y, solo por tal
motivo, nos elevas el sueldo, al pagarnos un día no cumplido.
Que no pareces
tú, sino algún hijo tuyo, sea villano, calientabrevas o político.
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