Una
mañana de otoño, un coche tulipán rojo con adelantos se detuvo en el arcén de
una autovía. Al momento, como si fuera una planta voraz con conocimiento,
arrepentida de su ingesta peluda, regurgitó un perro que echó a trotar por el
asfalto.
Una mujer a tono con él, peluda gracias a la piel de otros animales, salió con su pelliza de reflejos rojainos tras las mechas despeinadas estilo peluquería canina de su séter y se abalanzó a sus carantoñas con grititos de “¡Redish, Redish!” que mostraban sin disimulo un gozo irreprochable y un cierto dominio del inglés. Hacían una buenas migas que ya hubieran querido muchos de una misma especie.
Los
últimos vencejos volaban en el iris tendido de aquella falsa primavera junto a
los apeados que ruborizaban a los somormujos, ahuyentados hacia los aladiernos
como huéspedes de un festín no deseado.
En
estas, una totovía retardada, de brújula con alzheimer, les revoloteó pidiendo
norte desde el cosmos ingrávido.
Redish,
incauto, emprendió con ella una juguesca a zarpazos de instinto cinegético,
hasta cruzar la mediana, olvidando la orden de regreso de su ama enrabietada
por la peripecia. Llegó al murete, se abalanzó sobre la totovía, ésta se elevó,
él se empinó en la tapieja, tan atento a su vuelo como descreído de las
advertencias de la madrastra, y saltó.
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Con
este peaje, el enchotado en los aviones femeninos a base de pan de molde, con
su belleza intacta gracias a la influencia de los dibujos animados y entre
improperios, frenazos y zigzags y con la totovía como señuelo, cruzó el chato
río de muñones de chapa, se desentendió de la cólera de su dueña y se internó
tras un vallado de baladre con un fundido en verde digno de un filme
ecologista.
La
mujer, a los diez minutos de otear posesa, voló hacia el primer cambio de
sentido y quince kilómetros después se hallaba enfrente donde mismo a la busca
de su bien entre los sotillos y las ralas arboledas de los michelines de la
ciudad fugitiva. Y horas más tarde de huera búsqueda, volvía al coche por una
amarga vereda, se acodaba sobre el volante y lloraba un llanto manso…
Desorientado
por la engañosa nitidez de una naturaleza amañada, Redish, criado en la viscosa
soltería de lo doméstico, con mucho porte y un carácter adocenado de
lamechotos, accedió por una senda setera a una línea elevada del terreno desde
la cual divisó su nuevo ecosistema.
Mecido
por el ábrego junto a los penachos del carrizo que sobresalía de una hendidura,
descendió hasta ellos por entre retoños de avena loca sin ningún futuro, hacia
un lecho de agua turbia. Como la naturaleza levanta los apetitos, la olió, pero
su carácter adocenado le reprimió el lengüeteo. La vieja papelera se había
tomado sus laxantes y había nutrido el canal con sus purines de lavadora y un
olor desconocido para un perro habituado al agua descalcificada.
Tomó
cauce abajo y menudeó en las grutas toperas, entre rodanos amontonados por el
viento contra cajas de pescado y enmarañadas bolsas serigrafiadas, alguna silla
de anea desvencijada y otros encantos novedosos, como las escarbaduras
infantiles en el limo en busca de lombrices, quedándose extasiado e inerme
cuando una experta rata corrió a esconderse intuitiva frente al desmañe de
cualquier inexperto, que en efecto fue a zapar precisamente en la boca de la
madriguera de la inquilina. Pero al minuto desistía, por su inconstancia de
malcriado, siguió la creciente hediondez del agua contra su fino olfato
pescatero, y cuando ésta se hizo insoportable para cualquier ciudadano de a
pie, dio con un colector que como un culo aliviaba el vientre de la ciudad.
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Flemática
en medio del camino había una perra grande, deslustrada y entreverada, producto
de trochas y celos, tan impura como un alma.
Una
voz lejana la llamó, “¡Chili!”. Se levantó cuan larga y coleante era y enfiló
por entre bancales hasta llegar a unas casas donde un hombre con las manos en
los muslos le habló querencioso haciéndole tilín en el hocico.
Redish
observaba atento. No había visto muchas perras en su vida. Ni perros machuchos,
que hubieran dado un canino los pringados por probarle la piel cuando
acompañaba a su ama a depositar el vidrio reciclable. Se sentó, disperso, y con
una elegancia de salón, se rascó la oreja para ver a la perra revolcarse mimosa
con las callosas caricias del hombre. Para cuando el hombre se fue, ella ya lo
había venteado y acercándose a él, fue a darle la bienvenida al predio.
Aquel
invierno fue tan húmedo que salió verdín en las alpargatas de los viejos.
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Mientras
Chili hacía el avío –¿quién dijo que el amor no pide pan?–, Redish la pasaba
entretenido en grescas con los gatos, capricho de sus dueños, que acababan en
tablas de reto y chulería cuando los mininos se cimbreaban sutiles ante él, por
huevón vanidoso, tan arrogantes ellos como él cauto. Luego se incorporaba
entero a su atalaya a disfrutar del cirro de aves pardas que en el cielo
pasaban en cometa repetido y diurno alumbrando su nimia estupidez.
Una
tarde de esas corridas por el cierzo en que las garrapatas se quedan sujetas al
felpudo por temor a arrecirse, la cola de un cometa de tordos se desprendió de
los cables del tendido y su estruendo mate y córvido le aceleraron su jadeo.
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Él
lo intentó de nuevo, indiferente a los feos femeninos, y por poco caza de
verdad, con la revuelta de la parienta que con un colmillo y una lucecilla
salvaje en sus ojos tranquilos advertía que lo cardaba y si no, al tiempo.
Bubeó
agachadizo un metro atrás y observó con envidia la merma del condumio en espera
de un menú que con las sobras disponibles dejadas por ella no le llegaba ni a
sus ansias. ¿Ese era el pago a su compaña de lujo? Pero, ¿a qué venía aquel
esquinazo? ¿Acaso no la tenía contenta
con su donosura o no eran suficientes sus talentos y mundología para su
desconchada filiación? Que no anduviese muy fino en la defensa del territorio
no quitaba para tenerla loca por su hueso, como ella misma le había manifestado
con la ampliación de la temporada de arrumacos en que la dormitera y luz de
enero, cuando toma la sombra el perro, lo llevaba en rueda con el paso de los
jilgueros hacia un amancebamiento de conveniencia o un concubinato de pernada.
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Al
despertar no vio a la malamada y supuso que la hallaría detrás de comida. A sus
horas, le entró hambre. Venteó en lo alto y cruzó el canal hasta el reducto. Su
cabecica le proyectó el momento en que ella se lo llevó al huerto de rábanos
por un roto de malla del quicio de poniente donde, tan pronto furtiva como
desafiante, pendenciera o tiquismiquis, con la cola sobre el anca o a media
vela, voluble o pegajosa, ahora huidiza y al segundo blanda como el rocío del
ángelus, temblorosa o implorante lo extraviaba en el laberinto etiológico.
Él,
hecho a la norma civilizatoria y el trato codificado de alcoba, la dejaba hacer
sin fuste, en una parada nupcial de puro error de cálculo que sólo la humedad
de abril adelantada en los enclaves de la hembra corrigió poniendo las cosas a
su sitio. Aunque no sin esfuerzo, pues él, cuando se vio en las condiciones que
como perro mujeriego tenía como caseras, poniendo a prueba su enseñanza fuera
de lugar, trató de tumbarla con lametones de maestría industrial en lugares
jamás soñados por una perra, que se revolvía defendiéndose contra el acoso
frontal, obstinada en mostrar siempre su grupa, con un forcejeo de ambos en
círculo, él por aprisionarla y ella por no caer, que liaron en redondo tal
destrocina de forrajeras como si el ímpetu hubiera sido el del apareo de
jabalís. Macho y hembra, por supuesto.
En
uno de los intentos de agarrada, entre tanto apuro y zarzaneo, el séter se
cogió de antebrazos a la riñonera de la híbrida y más grande hembra, y las
partes esquivas al fin vinieron al pelo, como era de suyo. Siendo así que los
rábanos, cuya carne rojiza sobresalía dos dedos por encima del caballón,
quedaron listos para su cosecha y un perro faldero se estrenó con su raza
mientras que con el traqueteo creía ver a las lechugas cobrar vida en el
huerto.
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Desvalido
en solitario al hallazgo del difícil rastreo de la vida, lo encontró, ya de
noche, en unas cabezas de melva que robó a unos gatos y casi le llevan un ojo,
de la cara.
El día posterior fue peor, como suele suceder.
En vez de desayuno, no encontró sino saña y dientes. La hasta entonces más
imponente que temida disponía como añadido a su afrenta de unos pequeños bultos
que disfrutaban a su antojo de su
tendido de pezones. Lo que agravó su estado de fatuidad y discolez. Y el de sus
carnes, que se evaporaban inversamente a como engordaban los retoños.
A
dos velas, lo que empezara con el salón principiaba a esclarecerle las
costillas. Y cada vez que su curiosidad lo llevaba a la gruta, la guardiana de
aquellas bolas satinadas causantes de su magritud, le bramaba, a él, como a un
extraño.
De
modo que, cuando los diversos proveedores de comida de Chili que ponían en
entredicho el de quien da pan a perro ajeno, pierde pan y pierde perro, le
clarearon la camada hasta sólo tres cachorros, Redish puso otra cara. Incluso
se intuyó padre, al ver a uno de los supervivientes mostrar las maneras
absoludisolutas y distantes de los elegidos para la gloria canina. Pero, entre
su distanciamiento, sus celos y su miedo a las mandíbulas maternas, no se
atrevió a ejercer. Y así, desidentificado con su progenie, se fue quedando
famélico pero bonito.
Convencido de que aquello no era vida, el día
en que Chili, en una muestra de que asumía su buena cuna, le llevó un viejo
número despachurrado de una revista sobre la familia, Redish se alejó diez
metros estorbado e inquieto, desriñonado. Y así fue como Chili, tomada su
solícita intrepidez cultural como oprobio del caro, vio clara la
incompatibilidad de caracteres.
Ella
no podía saber que la reacción de su compañero era debida a su memoria del día
en que aquel pitbull de la casa de al lado salió como un cohete detrás de un
estudiante que había discutido con su dueño en la entrada del chalé, y ya
derribado en el suelo, al pobre no se le ocurrió otra cosa que poner entre su
cuello y las fauces del bicho un libro que, mordido con tal ahínco, no podía el
perro sacárselo de la boca ni a trompadas ni con el terremoto desatado por su
atraganto, y casi se vuelve loco, encarado con el dueño que, también histérico,
al final pudo quitárselo de entre los dientes, mientras lo escupía en el suelo
con maldiciones: “¿El Capital?, ¡El Capital tenía que ser,
mecagüensusmuertos!”. Lo que explicaba el rechazo de Redish por algunos
impresos y su difícil digestión.
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Eso, por no hablar de lo que suponía como
pieza cotizadísima, siempre en peligro de esclavitud, ignorante de la codicia
que en caminantes y merodeadores despertaba. Gracias que un viejo vecino y
enrobinado cazador, al no poderlo guardar para sí por injerencias de la
cónyuge, iba diciendo que se lo habían dejado durante los fríos para que se estirara,
que era un poco encogido y no regía bien con las torcazas, y cosas así, y
gracias a esas y otras triquiñuelas y el horchatismo del animal, mantenía el
biotipo. Pero, por imposible que parezca, ya le habían echado el ojo más de uno
y más de dos. Y Chili se arrimaba lo justo a su querencia, de la que no
quedaban ya sino solajes.
Un
día en que rebuscaba en las cestas de basura de un merendero al que acudían
caballistas y coches camperos, al pararse en los faros de uno de ellos le
pareció reconocer la vieja pegatina del Club de Fabricantes de Raza que, en su
honor, su dueña pusiera junto a la boca del depósito.
Reconocido
en su propia ilustración, se quedó prendado de sí y tan extasiado que se sentó.
Chili
empezó a darle meneos de prisa por lo cercano de su hora de lactancia. Pero el
séter era una estatua. Ella le hizo la espera, ¡a ver si el señor quiere mover!
y entonces se oyó aquel grito.
“¡¡Redish!!”
Un
cuerpo de mujer se les echó encima, tomó al séter entre sus brazos y empezó a
besarlo, a apretujarlo y todo eso. Le levantaron la cabeza y en presencia de
una timorata Chili, retirada a distancia prudencial, los presenció anonadada
frotarse las narices, y cómo el séter, reconocido en la escena familiar y en
los viejos olores hormonales, descongelaba su mirada enteca en el seno de aquel
calor pectoral, y le tomaba de nuevo el pulso a las glándulas reaccionando con la saliva de las suyas ante el tono de
bronca percibido en el timbre de su dueña de siempre, que lo entraba ya en
brazos en el vehículo, al asiento que como acompañante tenía reservado.
El
coche echó marcha atrás con nervio, y al salir del estacionamiento lanzó un
último respingo a la desconcertada Chili, que se apartó de milagro. Él, Redish,
se revolvió en su asiento y apoyó las manos en el cristal. Y según aquel diablo
rojo tomaba las de villadiego, ella creyó ver una sonrisa indefinida en su
hocico, mientras se convertía, con la distancia, en una perra cada vez más
insignificante en el mogollón del aparcadero. Una vez más, la verdadera clase
consistía en desechar lo bueno y escoger lo superior. Jamás lo olvidaría.
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