Hay que distinguir entre
mujer como concepto y mujeres como género. O al menos eso me dijo una vez una
feminista de respeto y algo de vuelta.
Una chorrada para el común del personal pero que, puestos a llevar las cosas a lo trascendente, no lo es tanto, como lo demuestra el batido de siglas, matices y subrayados aflorado tras la eclosión del feminismo como último gran producto del hipermercado social, y de ahí la efervescencia del bicarbonato del nuevo recambio utópico, con toda su retrónica de dimes, diretes y puntualizaciones, cuando no confrontación, guerra y toque a rebato, con su cháchara pertinente de acusaciones y contraacusaciones de manidas palabras trasladadas de la política de toda la vida al nuevo campo de exterminio, como son sectario, sesgado o mercachifle, en la utilización, casi siempre legítima, de la causa de la mujer, que se supone que además es persona, dicho esto sin recochineo, e independientemente de que con ello se induzca (o no) la consideración de que las mujeres (en plural) ya eran mucho antes de Buñuel un simple objeto del deseo, y si nos remontamos algo más ni siquiera objeto y, en el mejor de los casos, sólo deseo.
Una chorrada para el común del personal pero que, puestos a llevar las cosas a lo trascendente, no lo es tanto, como lo demuestra el batido de siglas, matices y subrayados aflorado tras la eclosión del feminismo como último gran producto del hipermercado social, y de ahí la efervescencia del bicarbonato del nuevo recambio utópico, con toda su retrónica de dimes, diretes y puntualizaciones, cuando no confrontación, guerra y toque a rebato, con su cháchara pertinente de acusaciones y contraacusaciones de manidas palabras trasladadas de la política de toda la vida al nuevo campo de exterminio, como son sectario, sesgado o mercachifle, en la utilización, casi siempre legítima, de la causa de la mujer, que se supone que además es persona, dicho esto sin recochineo, e independientemente de que con ello se induzca (o no) la consideración de que las mujeres (en plural) ya eran mucho antes de Buñuel un simple objeto del deseo, y si nos remontamos algo más ni siquiera objeto y, en el mejor de los casos, sólo deseo.
Quiero decir con este
batiburrillo más o menos subconsciente, que las mujeres lo que han tenido es que
ir ajustándose a percibirse, buscarse y representarse según los modelos que
para ello ha habido por épocas. (Y la de ahora lo es de desenfreno, en el buen
sentido, si es que lo hay). O sea, como todo el mundo, sólo que con la
obligación de identificarse según prismas que en la distancia se les acusa de
machistas.
Aunque en esta reconceptualización haya mucho de que hablar y quién nos dice, por ejemplo, que la imagen icónica y referencial de la Virgen, que tanto les ayudó en
su identidad allí donde esa representación simbólica
abundaba en contacto con unos trazos reales –por mucho que lo nieguen y ahora haya pancartas poniendo en su boca que en estos momentos también ella abortaría–, y que ha desembocado en una imagen
de sí que ve ya como impropia la virginal y sin embargo materna requerida en
otro tiempo y que se quiere modificar para hacerse respetar en la nueva, para lo cual toda tradición (y cultura) es un obstáculo.
Las mujeres que están en
contra de este tipo de enclaves identitarios, no es que se equivoquen, es que
deberían tener cuidado con rechazarlos sin tener en cuenta que ellas son un
objeto histórico de la publicidad que las ha conceptualizado por un sistema de
signos doble, simbólico y real, icónico y diferido, denotativo y connotativo,
dentro de la más completa ortodoxia del procedimiento lingüístico descrito por
Roland Barthes para lo publicitario y al que tanto se deben (y deben) tanto la mujer
concepto como las mujeres género, ahora a la greña y en preguerra civil.
Matrimonio este, mujer y publicidad,
muy mal avenido para lo bueno y para lo malo, pero que ha venido a constituir
su corpus de conocimiento a través de su cuerpo mismo. Y ya tenemos otra,
porque si hay un caballo de batalla con el que el feminismo pretenda
establecerse por su cuenta, ese es el somático, no muy bien aceptado como fetiche
en su conceptualización a través de la sexualidad, maternidad, etc y que las
lleva a su gran dilema sociológico
actual definido por Daniel Bell en Las
contradicciones culturales del capitalismo de que ”el hogar público no sólo
debe satisfacer las necesidades públicas en el sentido convencional, sino que
también debe, ineludiblemente, convertirse en el campo para la realización de
los deseos privados y grupales”. Pero ¿cómo?
Al cuerpo le llueven
bofetadas porque dicen deforma la imagen femenina restringiéndola a lo
anatómico, forense también de lo espiritual, que coloca a la mujer en otra edad
media de su destino, como si otro San Agustín lo hubiera rediseñado en
pretaporter y por la publicidad como conceptualizador espúrio, creador de
imagen y de la realidad misma y referencia de los procesos de naturalización,
también de la mujer.
Y negarse la utilización de
unas tetas, por muy de leche que sean, no conduce sino a negar, además de la
evidencia sexual genérica, la forma de recreación de una cultura que,
exhibicionista y todo y forjada a través del cuerpo, es el útero hoy donde se
cuece cada cual, y mal está el tajo si no se tiene más recambio que un
sectarismo aprendido del sufrido que no declara por ejemplo tan execrable como
el uso de los caracteres sexuales el que en la misma propaganda se hace de la
ternura, inocencia, y virginidad del niño del entrepecho o de la mismísima
maternidad.
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No estaríamos en
consecuencia, más histéricos postfreudianos que quien sustituye la historia por la neura en vez de aplicar,
con las mejoras pertinentes, el viejo dicho de a lo hecho, pecho. El/la que lo
tenga, naturalmente.
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