Las plagas son un regalo
impagable para el periodismo. Como un monzón temático, que no das abasto a
chapotear en el lodazal de gozosa inmundicia que surge de repente.
Nada como un
buen maná de calamidad y apocalípsis a las puertas para que empiece a supurar la
miasma, aflore el infinito muestrario de humores humanos y todo se aparezca tal
como es.
Y lo que un Larra tuvo que sacar con fórceps para hacerlo bonito, a
nosotros nos cae del puro cielo, agua bendita para la pluma, tinta gratis para
la imprenta.
Y así, entre el fangal movedizo del colosal vertedero de
excrecencias, donde menos te lo esperas salta la liebre de la lucidez, en este
caso liebrón, o como su propio nombre indica, LeBron, James por más señas, que
ha dicho que si ha de jugar sin espectadores, que lo haga s.p.m.
Y es que ser
deportista a puerta cerrada es como ser torero y renunciar a la portagayola,
que es lo más similar a recibir a la muerte más azarosa en presencia de todo tu
género. Es ir pa ná. Es celebrar las Fallas en agosto (como amenazan), con mascletás
playeras –aunque alguno/a eche cohetes en ellas de continuo–. Que ya veremos si
cuando el verano despierte el dinosaurio no sigue allí.
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Pero lo que LeBron sí sabe es que el deporte o es
espectáculo o no es, y su transmisión televisada, una cámara oculta, un fiasco
macabro. Y prestarse a todo eso es de lo más indigno, una conducta impropia, lo
peor.
Que es hacia lo que vamos con el virus, al remate final de las rebajas
humanas, entregando la cuchara a esas autoridades que sin saber qué hacer te
mangonean y enredilan a golpe de cayado y ladrido de sus perros pastores, solo
porque su razón de ser es la manipulación del gentío y la (mala) gestión de la
población, para, con esa pastoral, demostrar que son el paraguas de todo
cataclismo. Y hay quien deja de ir al besapiés del Cristo de Medinaceli para
pasar a creer en el carácter redentor del consejo de ministros.
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