La
muerte, realidad preexistente del jardín de los sueños, entró por la ventana su
fragancia de copla, “dáme veneno; si me quieres, dámelo”, y acurrucándose en la
almohada, al reclamo de la perdiz nival de la esperanza derrotada, tocó a Juan
la sien y fue bastante. Juan era insumiso de la vida, por condenado a ella, uno
de esos conjurados con la razón a cuenta del dolor de los muñecos rotos,
empeñados en abastionarse contra las sociedades represoras de confort, ocio y
hartazgo, que había asimilado lo que una raza de estetas y filósofos adujera de
la vida como imposición desde que la muerte perdiera su caché.
Los
demócratas de la ontología pretendieron que la muerte era el contrario de la
existencia, la otra cara de la misma moneda, cuando la una es sencillamente el
último recodo de la otra y sucede en vida, siendo funerales y demás sucesos,
obligatoriamente postmortem, o lo que en la dialéctica epicurea se decía de que
la muerte no existía mientras vivíamos, ni después porque ya estabamos muertos
y Goethe fusilara poéticamente con aquel epitafio suyo en hipérbole de “todo lo
que nace merece perecer”.
Nuestra
visión un tanto romántica de nosotros mismos no nos deja ver que, al contrario
de lo que se afirma, nadie nos ha dado la vida, nada de un regalo que agradecer
por bien nacidos, sino que si estamos aquí es, por emplear una metáfora, por
huevos o, como más elegantemente diría Ferrater, “lo único que tiene el hombre
es el vivir”, siendo el único derecho posible el de la vida.
El mismo
sentimiento de inutilidad anterior que predisponía a la aceptación e incluso
justificación de la plena disponibilidad de las vidas por parte del poder, será
con el tiempo, cuando adquiera su conciencia de utilidad, el que conforme el
derecho a la vida –a trabajar, diría yo– como inalienable. Por purito interés,
el poder secular se apunta a la Pastoral Cristiana como máximo valedor de vidas
y, con los altibajos de quien tiene que ejercer también su siega, cobra la
mayor animadversión por la muerte, en un cambio de chaqueta tendente a dejar
morir y hacer vivir. Un sistema con el desarrollo material como fin, el
progreso como ideario y el individualismo como vehículo, que refrendamos cada
vez que manifestamos los derechos sobre la vida.
Un
sistema congruente que, en lucha con la muerte como contraria a ello en un
mundo positivista, la ha apartado del mismo y presentado como de otra galaxia y
sin sentido, instaurando unas fábricas, los hospitales, donde, como las
leproserías del precapitalismo, un cuerpo de gente tecnologizado en extraer de
los procesos del morir una pragmática de vida, la manipulan, facturan y
expenden a los particulares para que carguen con su excremento para que el
poder, presto a las catástrofes, incansable ante las enfermedades, inasequible
al aborto de la humanidad, obtenga el monopolio de la lucha contra la muerte
como amenaza, desentendiéndose cuando al final aparece, tras obtener el
beneficio correspondiente.
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La
vergüenza manifestada en el secreto y las formas de ejecución de la última pena
en los corredores de la muerte y su mismo significado de muerte social (muerte
antes de la muerte) que para los moribundos y enfermos mortales de los
hospitales, atestigua la nula inclinación de la autoridad por llevarla a cabo
si no fuera por ese mandato.
Y en
cuanto a las guerras, éstas son trasladadas por las argucias del racismo de
Estado a un plano de percepción en que acaban por aparecer como contra
terceros, externas, contra entes apenas identificados (como el coronovirus),
cuando no directamente virtuales. Incluso las caseras son contra los otros y no
domésticas, una defensa contra los demás, viejos vecinos que de repente se
vuelven alienígenas.
La
ejecución directa ya no existe en occidente. Menos mal. La muerte con expolio,
metódica y utilitaria ha producido millones de carteras de piel humana. Los
campos de exterminio son la gran metáfora de la muerte actual, factorizada,
callada y en circuito cerrado, el final mediocre de la utilización de las vidas
en positivo. Pero la muerte real se revela en cuanto nos alejamos de su
mixtificación, como pasa ahora.
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De
manera que, al reivindicar el derecho sobre la muerte, o estamos pidiendo en
realidad el derecho sobre nuestro último trago de vida, o cometiendo la
incongruencia de pedir algo que ya tenemos, defendiendo algo de lo que el poder
es el primer defensor, si bien nos lo otorga más como un deber que como un
derecho, o el imposible de pedirlo a quien se encuentra hipotecado con el veto
a sí mismo por su defensa de la vida, cedida a rento a quien la detenta, sin poder
conceder el derecho a suprimirla porque de ello depende su entidad, abocado a
ser como el perro del hortelano, que ni hace ni deja morir.
De ahí
que la gran insumisión de tirarse al monte a romper ese universo de constricciones
y viejas trampas de relaciones de la existencia y apropiarse de su última
manifestación quizá juegue a favor del juego del poder liberándolo de lo que
está en contra y considera autoejecución clandestina, pero a la larga, morir
cuando y como uno quiera quizá sea el primer paso de materializar la muerte,
desnegativizarla, cosa que tal vez no se consiga si no es desmaterializando,
despositivizando la vida. Algo que quizá suene a idealismo trasnochado o
religión sin más allá, pero que refleja en su propuesta de acción la necesidad
de empezar a vivir como y cuando uno le dé la gana, que es en el fondo lo que
significa el derecho a morir dignamente. O dicho de otro modo, hoy por ti, Juan,
y mañana tal vez por todos.
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