Vivimos tiempos que
me atrevería a calificar de Era Paradójica, en la que tanto monta lo uno como
su contrario. Y no me refiero a que lo trivial, el relativismo y el todo vale
del oportunismo a ultranza para sobrevivir se hayan adueñado de la vida (que
también), sino a la convivencia de valores sociales en teoría contrarios y
aparentemente incompatibles que dan lugar a una cotidianidad dominada por
situaciones y paradigmas tan chuscos como trascendentes.
Así los abuelos. Tan
devaluados por un lado; tan sobrevalorados por otro.
Devaluados por su gran
número, esa agobiante inflación de ellos que nos invade, pues si antes uno no
llegaba a conocer a la mitad de los suyos, hoy raro es el niño que no tiene 4,
5 o más titos, según la prisa dada en divorciarse. Y sobrevalorados por ser hoy
los únicos con renta segura y patrimonio, y tiempo, lo cual aumenta y encarece su
demanda como cereza en invierno. Y por tanto su apología, devoción y peloteo.
Aunque también su resabio, inquina y hasta odio por esa dependencia de ellos.
Ya se sabe, los favores cuestan caros a quien los hace.
De manera que este sector
vintage, puesto en vigor junto con su culto históricamente ya en el XVIII, al
ser ahora también el votante principal y dar forma a esa gerontocracia abdicatoria y claudicante en
favor de los políticos de turno para que avasallen, es denigrado, elogiado y temido a la
vez, pudiendo ser tan salvadores o peligrosos para náufragos como una recámara
recauchutada con escapes.
Así, más allá del folclore, y debido a su nuevo papel
ampliado, polivalente y más polimórfico que un niño de siete años (y tal vez
igual de perverso), no solo hacen croquetas, también planchan, psicoanalizan, celestinean,
envuelven, tejen, tapan, embolan, inteletan, malmeten, remueven, manipulan, intrigan,
enfrentan o friegan; una completa gestión de recursos humanos, gratis, y sobre
todo impune, que es lo que comparten con los políticos. Por eso sé yo –que
estoy deseando llegar para hacer de las mías, pues me creo bastante preparado;
cualificado, diría yo– que Doña Marta Ferrusola se iba de rositas.
Es, entre otras muchas cosas, por lo que se está poniendo el antiabuelismo como deporte en voga. Pero también el proabuelismo (y con lo
joven como ideal, quizá nuestra gran paradoja), pues si antes había quien
quería casarse con su madre, y hasta con la suegra, ahora hay quien desea hacerlo
con su abuela. Y lo hace. Como Macron. Y seguro que esa experiencia hasta le ayuda y todo en sus chalaneos
con la Merkel. Son los pros y contras propios de un mundo paradójico.
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