Así fue, tal cual, la de la británica
Peg Entwistle, una de la innúmeras estarletes que en los años veinte se
afanaban jugándose la pellica y lo que fuera para ocupar plaza en Hollywood a toda costa. Y ésta lo conseguiría literalmente, ya que a los 24 cumplidos, y
tras viajar a la Meca, aconsejada por una entonces desconocida Bette Davis, para ponerle sitio tras acampar cerca en casa de un tío suyo, y tras diversas
vicisitudes, incluido un matrimonio claramente de resistencia con un compañero
de viaje, otro actor que iba para eterno secundario (Robert Keith), al fin
consiguió su papel en Trece mujeres, una de Myrna Loy e Irene Dunne. Pero el previsionado había llegado, y las críticas no ayudaron. De resultas, sus
escenas fueron esquilmadas hasta dejarle su ya baja autoestima más abajo de
los talones. De modo que se fue para el letrero de la colina y se subió a la H,
de la que se lanzó desde unos fatídicos doce metros. Y al parecer estaba muy segura de
ello, pues había dejado una nota que decía: “Temo que soy una cobarde. Lo
siento por todo. Si hubiera hecho esto hace tiempo podría haber ahorrado un
montón de dolor”.
Desde el día siguiente a descubrirse el cadáver y ser expuesto al
público su caso, empezaron a circular leyendas sobre fantasmas y apariciones en
la dichosa H. Cosa que ha sido aprovechada en Halloween (más H) y otras fechas para
seguir con el rollo, especialmente en la cultura scare (o del susto) para adolescentes, que tanto
gusta allá. Aunque lo peor de todo es el sarcasmo con que la realidad se
encargó de pasaportear hacia la fama postrera a la infortunada actriz, ya que
murió sin saber que le iban a ofrecer esa misma semana otro papel con el que
podía haberse encaramado de verdad al éxito, en una obra en la que, para regocijo
de paradojistas, iba a tener también que suicidarse, pero esta vez en la ficción
y no antes del tercer acto.
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