Hay personas que son una mina. Y no precisamente una ganga,
sino con mucha de ella, al ser el material propio de las bagatelas, y que no
merecen la pena, o la mena (que es la parte buena de cualquier mineral), y sobre
todo mucho grisú, que es lo que nos hace explotar a los que habitamos la puta
galería, a la postre casi todos.
Unos, precoces ellos, explotan desde chicos, armando
verraqueras a las puertas de una juguetería o tirándose al suelo para pedir
chucherías y, como a esa edad aún constituyen minas unipersonales, sólo dejan
minúsválida a la madre o similar, hiriéndola en la oreja, en el monedero o en
la manga del abrigo.
Pero las minas crecen, van a la escuela y se socializan, queriendo
esto decir que se hacen más perfectas y mortíferas, multiplicando sus efectos,
y más difíciles de detectar. Así, minas educadas en colegios de pago o bajo los
mejores preceptos eucarísticos, teóricamente desactivadas, un día se te casan
de penalti, hacen una boda merdera y se cargan toda una estirpe familiar
incluida la abuela, hecha ella a la novena de la Milagrosa. Otras, cuando menos
te lo esperas te regalan una figurita de San Cristóbal, tras haberte vendido un
coche sin frenos, para que te la pegues como dios manda.
En suma, lo aleatorio de las relaciones sociales hace
imprevisibles a las minas humanas. De ahí que no haya ninguna ya, salvo Tarzán
y Jane –y habría que preguntarle a Chita–, que aún sea unipersonal, pudiéndose
afirmar categóricamente que todas son ya multipersonales.
Y aunque el agua bajo los puentes nunca es la misma, siempre
es revuelta y sucia, lo que no es bueno para un país turístico, con muchas
playas que llenar y no menos telebasura camuflada de telediarios disparando sus
productos tóxicos directamente al fuselaje de eso antes llamado siniestramente
“el bien común”. Más minas en el planeta de los sueños. Éstas, con onda.
Decía Don Antonio Gramsci, otra mina desactivada por el
batallon de zapadores (que no zapeadores, que esos son otros antiminas con
mando, si no en plaza, sí en el sofá), que el Estado, para su hegemonía, se servía
de la sociedad civil, con la cual se asimilaba perfectamente. O sea, que la tal
sociedad civil tenía muy poco de idem. Y eso sin conocer la tele, catalizador
holográfico que recoge los reflejos de algo que fue o parece ser, y lo emite
como real, con permiso del Estado, con el cual se confunde, también.
Se puede concluir, por tanto, que, si la sociedad civil no
existe o es la tele, el Estado, que es la tele misma, tampoco, y que la
hegemonía real es de los electrodomésticos, que son el vehículo por el que la
compañía de la luz (y otras aún más oscuras) nos sigue estallando en los
bolsillos. Lo cual confirma de nuevo que somos una mina, lo que hace obsoletos,
entre otras cosas, los ejércitos, a la vista de que las mejores minas son las
andantes y como mejor funcionan es por lo civil. Aunque por la iglesia tampoco
lo hacen tan mal.
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