Últimamente veo la tele con una fregona a mano. Prometo,
como ahora se dice, que no es nada sexual. Ni obrero. Solamente es una fregona. Lo mismo que otros la ven
comiendo pipas, un yogur o un plato de forro, yo lo hago con una fregona, ¿pasa
algo? Y lo hago por necesidad, como ahora mismo les participo. Pues resulta que
a mí lo que me va es el zapin, y como cualquiera que tenga este pasatiempo
puede suponer, echo un minuto aquí, medio allí, paso fugaz por allá y me
detengo un instante acullá. Pero no puedo evitar sintonizar prácticamente toda
la parrilla –de ahí lo del forro–. Resultado: todas las emisoras tienen un
trocito de mi atención. Pluralista que es uno. Pero cuando llevo media hora en
ese plan, ocurre. La tele evacúa por detrás.
Entiéndanme, no se trata de salir afuera, que eso ya lo hace
por delante, no. Simplemente, destila. Se va por la pata abajo de la mesita
donde posa y poco a poco va haciendo un charquito a sus pies. Chorrea, que es
lo suyo.
Yo, al principio, creí que era normal en una tele vieja,
pues si era una tele macho, es lógico que padeciera ya de próstata, y si era
fémina, a su edad quién no tiene escapes. Y se trata de una tele de una
generación tecnológica que no traía el salvaeslip de fábrica. Y ya está. Vamos,
que yo veía normal que la tele hiciera sus necesidades en casa, como todas. Y limpiaba
el charco, compelido por lo de ‘el que contamina paga’, invadido por la
culpabilidad de telespectador, y a otra cosa.
El caso es que, con el tiempo, se empezó a hacer un rodal en
el terrazo y llevé a analizar la sustancia, temiéndome lo peor, alguna bilis
mutante o líquido amniótico televisivo, restos radioactivos de la gestación de
algún programa especialmente repulsivo o con mal PH o vaya usted a saber.
Llegaron a decirme que eso sería un residuo de Gran Hermano o Supervivientes,
como castigo divino a la visión de tales programas en esa tele, siempre a mis
espaldas. Y casi lo creí. Pero todos andábamos errados.
Cuando al fin fui a recoger la analítica, los del
laboratorio me preguntaron si es que había sido abuelo o qué. Como lo oyen. O
sea, como lo leen. Pues aquel líguido apestoso era nada menos que saliva. Babas.
Y sin más trámite me pasaron a aconsejar que si tenía algún otro fluido
corporal que emitir, que lo hiciera con cuidado y lejos de allí.
Yo les juré que no, que se trataba de la tele, y entonces la
coña pasó a “cuidado con el sida”, “ponle un bacín” y tal. Lo que me dio la idea de la fregona.
¿Pero a cuento de qué a la tele se le caía la baba en mi casa? ¿Por qué
precisamente en ella un fenómeno paranormal? ¿No había bastante contigo ya?, me
decían cuando lo contaba por ahí. De manera que, por increíble que parezca,
hube de llevar a cabo en persona la prueba empírica, que tampoco es nada
sexual, de a ver por qué todo aquello. Y en efecto.
La baba aumentaba desde las cadenas estatales a las locales; en los horarios de mediodía y punta. En las noticias, las entrevistas, con los locutores pelotas, y especialmente en los programas con amiguetes –de esos en que se dicen de usted después de haberse hartado de nécoras y percebes– y, sobre todo, cuando los políticos y famosos de diversa laña hacían esos papeles –de locutores o de amiguetes– en programas de corte humano o del corazón, tan inhumano.
Pero lo que resultó definitivo y que dio la puntilla a mi
hipótesis, fue el apreciar que, conforme se acercaban la selecciones, el charco
iba en aumento. O sea que no había remedio, porque yo soy un demócrata. Así es
que pasé de soluciones, resignándome a seguir con lo mío y a pasar la fregona
cada noche. Y más, cuando, no para mi sorpresa ya, pues estoy hecho a los
palos, he empezado a sentir cierta humedad, cada vez más, en las páginas de los
periódicos que hojeo. Lo cual no deja de ser una papeleta, y mojada (y mira que
la prensa empapa), ya que el síntoma de lo que sea parece extenderse. Ahora que
le había cogido el tranquillo a la fregona.
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