Hace tiempo que
sabemos que los únicos toros como dios manda son los de las carreteras, los de
Osborne, que para colmo llevan apellido inglés. Y que de los otros, los de
verdad, lo que más hemos obtenido son mitos.
Los ganaderos saben bien que toda esa parafernalia del encuentro sexual entre toro y torero, esa supuesta sublimación erótica a través de la faena, todos esos tremebundos argumentos estéticos a partir de la ambigüedad sensual de la fiesta, desde Creta a Gibraltar pasando por todos los siglos, tienen su base, comprobada y manifiesta en los corrales, en que al toro le van los machos.
Los ganaderos saben bien que toda esa parafernalia del encuentro sexual entre toro y torero, esa supuesta sublimación erótica a través de la faena, todos esos tremebundos argumentos estéticos a partir de la ambigüedad sensual de la fiesta, desde Creta a Gibraltar pasando por todos los siglos, tienen su base, comprobada y manifiesta en los corrales, en que al toro le van los machos.
Cualquiera que se
haya dedicado a la ganadería vacuna sabe que a los mejores sementales se les va
el vergajo para arriba y que los fuera de serie eyaculan tanto sobre una piel
de toro –dicho sea ésto sin intenciones antipatrióticas–, como de hembra, y que
las historias de amor entre ellos resuenan con virulencia sobre los jarales de
los campos. Y cuanto más bravos, peor. O mejor, quién sabe. Son gente de mucho
cuero, ésta. Que se lo pregunten si no a los gañanes.
De manera que, con
tales ejemplares, las vacas, que atadas a los pesebres todas alineadas en la
misma dirección, lo tienen muy difícil para hacer un sesenta y nueve, llegó un
momento en que se volvían locas. Aunque, como ya digo, la cosa viene de muy atrás (¿por estar de cara a la
pared?), y es que hay que ver lo que han pasado las pobres a lo largo de la
historia.
Mi padre lo decía: “la Margarita está para que la encierren”,
retóricamente, dado que ya estaba encerrada. O, “la Estrellita está como un
cencerro, como si estuviera siempre movía”. Algo normal, si pensamos que cada
vez que sacaba al macho a montarlas se las veía y se las deseaba para que se
subiera, primero, para que no se bajara, después, o para que no se equivocara;
todo, llevado a base de un mamporrerismo que ni que fueran una especie en
extinción.
Se padecía mucho
entonces, con el sexo directo. En cambio ahora está chupao, dicho sea en
sentido metafórico. Pero cuando parecía que se iban conformando, al menos en la
cosa carnal, la problemática vacuna se ve ampliada con el uso de piensos
cárnicos, el caso es no dejarla parar. Y entonces surge las hipótesis: ¿se
están volviendo caníbales los toros?, ¿se les da carne de vacuno para que no se
tiren al torero directamente?, ¿es la razón por la que se están volviendo
mansos?, ¿no habría que retirarles la testosterona?
Sé que son muchas
preguntas que los científicos y sobre todo los políticos, heterosexuales o no,
tendrán que solventar. De momento y por lo que pueda pasar, la carne de toro de
lidia corre grave riesgo de pasar a la historia, al no saberse de dónde dimana
la cosa de la loquera, si del rabo o de la culata. En este plan, en la próxima feria,
encima ya, como quien dice, sin ánimo sexual, el guiso de toro lo van a tener
que hacer con búfalo. Y la lengua hervida con tomate, cebolla, ajos, laurel y
pimenta pasados por el pasapurés, entre unas gorrinerías y otras, se acabará
para siempre sin que nos dé tiempo a decir esta lengua es mía.
Pero esto no es lo
peor, porque el estofado de rabo de toro, ese monumento más grande que el faro
de Hércules, qué digo, más que el Pirulí, y quintaesencia de la cultura
verbenera española y de los jugos más eximios de toda nuestra idiosincrasia,
desaparecerá sin remisión, huérfano de toros de los de antes y, lo que es peor,
al final será adoptado, que es como se dice ahora a los plagios, por la nouvelle cousine, para que los toros de
la Camargue sirvan al fin para algo; aunque amargue.
Cuando todo esto
suceda, es decir cuando el rabo, aunque sea de toro, deje de ser la reserva
espiritual española, daremos paso a otra nostalgia imperial y nos lamentaremos
de que nuestros antepasados no supieron elegir en su día los mitos y los
símbolos de los que sacar tajada tanto material como espiritual. Por supuesto,
nos quejaremos mientras nos comemos alguna estupidez salida de la nueva cocina
insulsa. Y ante eso, alguno (y alguna, con perdón) no podrá evitar pensar: qué
rabos aquellos.
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