España
harta, ya lo creo. La cosa es cómo te tomes lo de ser español. Yo, más bien lo
veo como algo que toca. La puta cigüeña, la educación sentimental, Antonio
Molina, el ajiaceite, el reniego, el cierzo, los bollos de mosto, el
despotrique, el me duele España, todo eso que echas de menos en cuanto te falta,
que es como se aprende la identidad.
Y lo llevo como una fatalidad, como ser calvo, como a una madre, qué remedio, pidiendo salud (y humor) para sufrirlo, asumiendo que nunca seré otra cosa (salvo que me ponga implantes), pues si no me emocionan las parafernalias cercanas, las lejanas es que me la plisan, y como el ladrón piensa que todos son de su condición, pienso que cualquier nacional, de donde sea, bastante tiene con lo suyo y ya va listo.
Un lujo de opción, esta
del objetor de conciencia de la patria, permitida por esta en última instancia como
un contrato de mínimos de sus esencias, y no aspirar a otra, que otros cuyas
esencias eran más dobles han tenido más difícil gestionar, sobre todo si
arrastran la represión de una de ellas, siendo lógico que opten por esta como
preferida.
Aunque lo peor no es eso sino cómo se ha llegado a ese otro acto de
coacción enmascarado como libre cual es el derecho a decidir hecho mística que,
cual exorcismo, obliga a autosegregar lo español de cada uno y del corpus
social en general.
Se habla de xenofobia, incluso aporofobia. Se indagan
fundamentos en la cultura del sé tú mismo y el individuo narcisista en búsqueda
constante de sí. Pero el gran éxito de los ingenieros sociales del “procès” ha
sido la operación de extrañamiento previa a esa inoculación, tanto de propios como
de los “otros”, y de todos entre sí por la creciente de distancia, incomunicación,
desencuentro, recelo, aislamiento y animadversión.
Unos, confinados en el
voluntarismo hermético de no querer ser algo (que muy probablemente seguirán
siendo), y otros, inmóviles y neutros que a lo sumo se manifiestan tarde, mal y
tibios, por interés alimenticio mayormente –y con la izquierda, que siempre
hizo de diluyente de quimeras populistas, ahora también en esa vena sin saber
qué hacer–.
Así es cómo se ha prefigurado el enemigo a las puertas contra el
que luchar, el tercero en discordia, el tan necesitado “opresor exterior”: el
vecino. Es lo que tiene fabricarse un destino a la contra. El odio está servido
como patria. Y ya veremos cómo acaba.
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