Por
estas fechas hay gente que padece un montón por sentirse desgajada de una
tradición secular, cortado su cordón umbilical de unas costumbres tan
ancestrales que se pierden en el tiempo, que cualquiera diría que comerse un
polvorón resulta un insalvable atavismo adquirido a la vez que el
repelús a los reptiles o el miedo a los perros.
Tan interiorizado e inapelable
tienen el comer cochinillo con patatas, que muchos no dudarían en afirmar que
sus ancestros ya acompañaban con ellas al guarín desde tiempo inmemorial, por
supuesto miles de años antes de llegar éstas de América (cerditos ya había
aquí).
En consecuencia, solemos quejarnos de que esto ya no son navidades ni el
dios (hijo) que las fundó. Y para la aseveración nos armamos de argumentos
basados en lo culinario añorando los mantecados caseros, la mistela aquella, y
repudiando los viles langostinos; en lo sentimental, echando de menos los
villancicos, a aquel guardia municipal, doble que era del dictador, que se ponía a recibir cajas de
sidra entre la calle Ancha y la del Tinte, o, si no quieres calentarte mucho la
cabeza, decir eso de que ya no nieva como antes, que debería ser causa de
incapacitación.
Un
sentimiento de desazón, pues, recorre los espíritus amojamados del invierno,
que necesitan de una buena noticia urgente para poner fin a ese coraje,
congoja, desánimo o incluso verdadera angustia a que puede llevar la percepción
de estar viviendo sin vivir o comiendo sin comer (y qué mal cuerpo después de
tragar todo ese sincomer), por más que se haga de vientre. Y esa buena noticia
es que, aleluya, hermanos, las navidades, de hecho, nunca han existido. Así,
como suena.
De manera que, hasta que el calendario
no se consolida y hay unas fechas fijas festivas, y la burguesía no se
desarrolla y con ella los usos celebratorios, o sea tanto un superavit
económico como de tiempo, no empieza a conmemorarse, y sólo por las élites. Su
transmisión al 90% restante de la población, rural, paupérrima y primitiva,
sólo se produce cuando desaparece la hambruna y las cosechas otoñales y del
cerdo (que por algo se mata un poco antes y es signo de buen cristiano) proveen
de algún sobrante para platos cuyo único refinamiento es aportado por el
recetario saqueado al moro y al judío. El belén, introducido por Carlos III
desde Nápoles, es sólo un signo de distinción de esas élites civilizadas que
acabará haciendo fortuna entre la burguesía decimonónica, especialmente la
catalana, muy ligada al sur italiano.
Todo
eso queda fijado en el XIX, cuando el calendario laboral acaba con las fiestas
y hay un excedente para despachar en las pocas que quedan, en el coto cerrado y
añorante de la ciudad, terreno abonado para la mitología navideña ligada a (la
pérdida de) lo pastoral, bucólico, idílico, de la mano de no poca literatura a
su servicio, que introduce mitos incluso por accidente, como el de las
navidades blancas, que es el escenario típico del reinado victoriano, cuya
primera mitad coincide con lo que los climatólogos llaman Pequeña Era Glaciar.
Un accidente que, deformado por la divulgación, nos hace todavía presumir que
por navidad la nieve es obligatoria. Y el pavo (aportación del testigo recogido
de esa misma literatura en América, infestada por esa ave), o el besugo del
neocatolicismo pecero, o los aguilandos, otra decantación típica del XIX.
Y
es que, si no fuera por ese siglo, de culto burgués por la celebración puntual
y pormenorizada de lo ritual como síntoma de felicidad demostrada en la
ostentación de lo superfluo (origen del consumismo exacerbado) para mayor
gloria de Dios, no habríamos alcanzado esas cotas de exageración pantagruélica
de la satisfacción, de preocupación por
la escenografía y de lamentación a la postre por lo que nunca fue –que levanten
el dedo los que antes del desarrollismo a ultranza y las sobras completas, se
pasaba veinte, diez, cinco días de holganza, pitanza, broma, cachondeo, farra,
buen rollito y aguilanderas, entre braseros de picón, jerséis de borra, sin
frigo y un botijo– . Y sobre todo la
condena de lo que ha acabado siendo, que no es más que otra manifestación de lo
que somos y vivimos. Y punto.
Así
es que corten ya el rollo y no echen más a faltar lo que no es sino una
ilusión, una fantasía generada por el ambiente y la ensoñación propia y falsa a
que lleva la mucha propaganda social, cuando no por la propia pérdida de la
perspectiva del pasado, léase la infancia, que en términos poéticos es el
equivalente de la navidad como personificación de la pérdida, como el cara y cruz
de una nostalgia en el puto mercado de espejismos de la vida (y a lo mejor por
eso nos lamentamos de lo que somos en navidad y no en verano (aunque eso ya es
otra cuestión), y que, bien pensado, no vale la pena alimentar, porque ese presente que tanto rechazamos regodeándonos en su asco, es sencillamente lo que
hay, como la feria, cuya única excusa para no disfrutarla es no tener cuartos
para ello. Por lo demás, que vengan muchas navidades. Aunque no existan, y
aunque no nieve.
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