La Navidad es esa época en que todos los patosos suelen
andar sueltos. Amparados por el armisticio navideño, las calles se llenan de
inocentes dispuestos a darse al mundo, o a que el mundo les sea dado, que para
el caso es lo mismo.
Gente que jamás ha andado por la acera se pasea esos días haciendo parapetos con su incertidumbre viandante, arrojando a los zócales a los eternos presurosos. Palizas que no conducen de contino, esos día salen a las rutas buscando accidentes y colapsos casi siempre a los demás.
Gente que jamás ha andado por la acera se pasea esos días haciendo parapetos con su incertidumbre viandante, arrojando a los zócales a los eternos presurosos. Palizas que no conducen de contino, esos día salen a las rutas buscando accidentes y colapsos casi siempre a los demás.
Polvorones
de estepa, iluminados por una revelación, buscan inusitadamente nieve en la que
ponerse los esquíes, sin pensar que podrían ahorrárselos colocándose las
abarcas como medias fanegas que hasta hace dos días llevaban. Samugos de por
vida salen a la calle esperando que se te caiga la baba sólo con verlos y una
fuerza misteriosa te impela a darles dos o tres besos de tornillo en el belfo.
Salen y exteriorizan una al cabo del año irrepetible
alegría, ahítos de bondad ecuménica, de la que en su fondo de plumón dudan, que
es por lo que como lastre hartan de capital su bodega de piedad universal y con
la cartera llena de deseos materiales, en contrapeso a su corazón sobrecargado
de amor, se disponen a comprar todo aquello que pueda conducir a la felicidad
bien entendida, que es la que, paradógicamente, empieza por uno mismo.
El gran invento postmoderno del capitalismo ha sido darle
dinero a los pobres, ya que, al contrario de aquel personaje de El halcón
maltés que prefería hablar de negocios con quien estuviera acostumbrado a
charlar, un pobre con cuartos, con la falta de práctica se torna en un inusual
sargento de gastadores con mando en plaza mientras el bolsillo aguante, pues el
dinero convierte a todos en hombres de buena voluntad, que es por lo que se les
desea la paz desde las tiendas y las emisoras, y se les guía hacia el pesebre
con el cometa de peras de cuarenta vatios puesto por el Ayuntamiento para que,
como su propio nombre indica y ahora que también cuecen matrimonios, casen la
oferta y la demanda en esa especie de tocomocho tierno que es el Adviento -!que
viene, que viene!- para terror de narcisistas y gozo de tenderos, que hacen de
cebo mientras el municipio va de percha.
O eso se creen, porque, de paso que dejan ejercer al pobre
de rico por un día – o lo que le permita la familia–, pasado el espejismo y la
mala digestión de fistros alimenticios desconocidos para el duodeno, el pobre
volverá a esa libertad que consistía según Engels, con perdón, en la conciencia
de la necesidad, y a esa lucha de clases tan sui generis consistente en las
lentejas viudas con las que, sin la ayuda del bodycare ni la medicina de
mantenimiento, posiblemente llegue a jubilarse lo suficientemente entero para
darse un garbeo en autocar, si aún existe el Imserso, y matar del disgusto al
tendero, que tendrá que aguardar un año
entero para darle otro palo.
Feliz Navidad |
Aunque en esto de la filosofía,
bastantes doctores tenemos ya para entrar en retrónicas, puesto que lo que uno
quería plantear en realidad era otra cosa. Bueno, dos, puesto que es gratis:
una, si esta bondad que nos invade por medio de una horda de ilusos llenos de
buenos deseos, seguirá después de San Antón o se acabará con la bendición a
tanto animalico igual que se disipa el dulce sabor de sus dátiles. En cualquier
caso, estamos perdidos. Y es que, hermanos lobos, la bondad, por mucha que se
quiera comprar en estas fechas, no tiene precio.
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