Los
españoles empezamos a detestar nuestro cine al llegar los setenta, como un
efecto más de esa tendencia tan propia al automenosprecio, acrecentada por la
apertura y adjunto resentimiento, que entonces nos invadía, y el éxito de la contrapropaganda
antifranquista de que todo lo de aquí era bizarro y cutre y todo lo extranjero
caramelo de malvavisco.
Curiosamente, el ultranacionalismo con calzador del régimen engendraba la animadversión de las esencias, clave para entender la desidentificación con lo español o su identificación negativa que habría de llegar. Así, una castaña en francés era cine sublime, de arte y ensayo, y una de las nuestras, sencillamente una españolada.
La
cosa se puso tan advenediza, que los adultos, que entonces aún iban al cine, al
charlar sobre el domingo –los sábados no eran festivos– preguntaban:”¿Qué
visteis, una españolada?¡Ja,ja!”. Desde entonces, por muchas películas
nacionales estimulantes y sugestivas que nos echaran, ese regusto rancio de
rinconada sin ventilar se quedó en la pituitaria de la afición, tan insufrible
por retestinado, que hay gente que desde entonces no va a ver una española ni
aunque le paguen. Y aunque hay quien dice que tenemos el cine que nos
merecemos, yo más bien diría que vemos el cine en que nos han educado, y no
miento la educación en vano, pues el cine ha sido algo más que un pasatiempo.
Templo del Pilar, aún en obras, a primeros de los 50. El cine lo "echaban" en la casa final de su ala derecha. |
Dicho
esto, parece impepinable que con tales antecedentes, estuviéramos predestinados
a dejarnos la paguica en el cine, a poder ser americano, que era tan excitante
que antes de las proyecciones matinales se entablaba tal batalla campal de
escupitajos, bolas de pan, pipas, guijas, piedras envueltas en papel de
caramelo y palabras del calibre 38, entre general y butaca, la sempiterna
guerra de clases, que obligaba a los acomodadores a hacer de maestros de patio,
pues ya digo, aquello era parte importante de nuestra educación.
Con
el vicio en el cuerpo, y conducidos por ese corazón partío de cinéfilo
enrazado, con el tiempo llegaría a recalar en las españolas, aunque ya siempre
entre el temor al fraude y con la esperanza última solazante puesta en las made
in Hollywood. Una lucha entre dos amores que había empezado en la mal llamada
edad de oro del cine español, en los treinta, cuando empezaron a metérnoslas
dobladas.
El
arte del doblaje, por cierto frecuentado por los mismos eximios actores de la
dramatización radiofónica, llegó a ser tan depurado y tan españolizante y putativo
que, si no fuera una gorrumbada, podría decirse que en este país es donde más
ha brillado su cine nacional. Pero claro, no es así y de hecho, tras la
prometedora década abierta en la transición, coincidiendo con la “movida”, se
pueden contar con los dedos de una oreja los taquillazos pegados por las
películas españolas, cosa ya lejana.
A
las causas estructurales económicas o culturales ya citadas podría añadirse que
el interés por lo propio desapareció cuando, a la orden de “disuélvanse”, los
primeros gobiernos socialistas promulgaron que la transición debía rimar con
distensión, y armados con subvenciones para todo tipo de amiguetes, se pusieron
a funcionarizar el cine con el clientelismo y la domesticación.
Y
es que realmente resulta fácil relacionar el hecho de que izquierdistas de pro,
con una sortija en cada dedo, salgan en la tele quejándose de lo mal que
Hollywood trata a sus retoños a la hora de la “nominarlos” –qué bien les debe sonar
así, a la americana– con que muchos espectadores habituales se den de baja de
la cartelera nacional por alusiones, hartos de tanto revolucionario verbenero
que al fin y al cabo vive también de los impuestos.
La Academia esa o el
Instituto del Cine o como se llamen, deberían hacer alguna encuesta sobre qué
ideologías pasan más por taquilla, para tratar de erradicar el constante
insulto a la inteligencia que practica mucha gente del cine autoerigidos en
estandartes del pueblo, como si la popularidad les otorgara una bula de
idiotismo.
Aparte
todo lo anterior, está claro que hacer cine no interesa a quien pudiera, sino a
los profesionales del trinque de mordidas que al final redunden en cebar aún
más la piñata televisiva, que es donde está la magra. Y en fin, entre que la
gente anda dejando el vicio, por caro –cuesta cientos de veces más que hace
cuarenta años: ojo, también las españolas–; porque es malo en general, y muchas
españolas, de solemnidad; o lo es para jovenzuelos (las americanas; las nuestras,
ni eso), y algunas ni siquiera se oyen y echa uno de menos el doblaje, el
resultado es que el cine patrio es un
callo (largo) con una cosa buena tan sólo: que al menos ya no hay programas
dobles. Aunque dobladas, lo que se dice dobladas, las siguen metiendo.
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