A la
edad de la duda suele suceder la de la incertidumbre. Si bien haya quien se
salta la primera y se topa de repente con la incerteza y su castañazo. Las
mujeres, bastante menos.
Es lo que tiene no haber tenido que demostrar nada ni en la Liga, la Copa ni la Champions, esas absurdeces (que ahora les vienen del tirón y el gustillo que le han pillado); y a la par haber tenido el privilegio del segundón, aprender a dudar, tanto de sus propias firmezas (de todo tipo) como de las de en frente, casi más evidentes.
Es lo que tiene no haber tenido que demostrar nada ni en la Liga, la Copa ni la Champions, esas absurdeces (que ahora les vienen del tirón y el gustillo que le han pillado); y a la par haber tenido el privilegio del segundón, aprender a dudar, tanto de sus propias firmezas (de todo tipo) como de las de en frente, casi más evidentes.
Se trata de una buena preparación
para afrontar la penúltima etapa, previa a la del vértigo, sin más desasosiego
que el de acabar de hacer camino. O sea otra más. Lo decía Ortega: Además de
enseñar, enseña a dudar de lo que has enseñado. Y ellas, no es que estén bien
enseñadas, sino bien aprendidas, por necesidad –aunque con la igualdad y la
competición, cada vez menos-.
Los hombres, en cambio, tan mal enseñados, y
padeciendo del mal de la falsa certeza, solemos estamparnos con una realidad
siempre postpuesta, y nos urge la urgencia de vivir lo postergado, o al revés,
empezar por el final, esa cruel regresión, instados a rematar lo empezado, a
culminar una obra –esa otra vocación albañil tan masculina-, en definitiva a
acabar de buscarnos la ruina con lo que son delirios de última hora, como si
todo se acabara mañana, cuando ni la muerte tiene prisa –otra vanidad: para
qué, si nos tiene apalabrados-.
Y hay quien pringa acuciado por realizarse
finalmente con esa obsesión tan típica del “por si acaso” es la última vez, de
ir a una playa, o hacer parapente, plantar un árbol, criar un perro –que es un
decir, pues al final lo que tienes que criar es a los nietos-. Cosas que, una
vez en marcha esa ansiedad finiquitante, son en realidad las penúltimas, pues de
hecho te obligas a una especie de perennes últimas voluntades, cuya dinámica es
la misma que el condenado a muerte con el tabaco final, que a base de aplazarla,
lo que le mata al final es el enfisema (que tampoco está mal) en vez de palmarla
por su sitio, la horca o lo que sea, que siempre es lo penúltimo.
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