En la India una ginecóloga, o quien pueda hacer
de tal en un momento dado, puede levantar un pastón haciendo ecografías en
negro, y no quiero decir con esto que no se vean, que sean oscuras, sino que
allí las ecos para saber el sexo del feto son ilegales desde 1994, para evitar los
innumerables abortos que se producen al ver que viene niña la cosa.
Aquí, sin embargo, las ecos son casi obligadas, aunque solo sea para vacilar con ellas por guasap, que es el vox (o guas)populi actual. Pero ese no es el tema.
El
tema es que aquí lo peliagudo, o al menos mucho más que eso (y me temo que aún más
para las mujeres) es, si echar perro o perra en casa, por aquello del machismo intrínseco
del chucho y los problemas que ello acarrea, o de tener que esterilizar a la
hembra y evitar que se pongan en amor –lo cual entroncaría, por cierto y por lo
patético, con la misma tragedia india del pánico a la menstruación que corroe a
ese país, y a otros de igual signo antiféminas–.
Y todo esto, mira tú, en medio
de la espiral de hipérboles del MeToo, que es como ahora se renombra –“tú
también, Bruta”–, por lo analfotelemático y enredoso, al movimiento feminista de
la era actual, o movilmiento, ahora
bien pasado por Hollywood, cuyo parecido de sus productos con la realidad no
olvidemos es pura coincidencia, y que viene a decirnos “A mí no me violó
Weinstein, pero como si sí”, declarándonos así a todos productores (no de
películas sino de acoso) potenciales. Algo que resulta verosímil, tan útil en
la era del “puede colar” como pensamiento universal, dado que, como animalicos
masculinos (e incluso bastantes del otro lado) somos vistos y dados de alta, y
con razón, como sospechosos habituales.
Y aún así, todo esto no deja de ser una
sinécdoque social.
La farsa (necesaria) a pagar por el buen melodrama no resuelto de un mal
milenario, cuyas actrices, tanto las de pasarela, nominación, premio y posado,
como aquellas a las que suplantan y no siempre para bien, atraviesan un tres en
uno (sarampión, rubéola y varicela) tan encendido y a ratos tan incendiario,
que hace temer si sus alas de mariposa no acabarán quemadas en su llama, sin
darse cuenta de que esas son sus velas y que una vez quemadas, habrán quemado
sus propias naves (las nuestras hace tiempo que desaparecieron, convertidas en
la llama que alimenta el incendio).
Siendo así que, parafraseando al clásico,
podríamos preguntarnos si este MiTuismo que cual fantasma recorre, no Europa,
que dijera el otro clásico, sino todo el mundo, ahora que es más global, solo
es otra enfermedad infantil del feminismo.
Y es que, hombre (con perdón),
cuando el pleonasmo se convierte en el gran leit motiv revindicativo, en el principal
ariete progresista, y la brecha salarial en solo un soporte, más leña
fetichista para el fuego (y no lo digo por lo de la brecha), la buena torta a
falta de pan, el achaque para cumplir con la obligada tradición monetarista; y cuando
lo más granado del glamur y la alta sociedad van, y se colocan los primeros en
la foto, da que pensar en quien no sale en ella, que son todas, prácticamente, y
si todo no será más que puro postsufragismo icónico.
Y también, y lo que es
peor, si hasta las pobres neotrotskistas –esas con que Roures deja salpicar sus
medios, por ejemplo– y otras adelantadas de nuestro contexto, como son las del
eje feminiconsistorial Madrid-Barcelona, grandes empoderadas del salto hacia
delante del nuevo proceso democrático, han olvidado ya, con su puñetero debate
entre identidad o liberación material, que las ricas, mañana, serán más ricas,
y las pobres, más pobres.
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