La imagen del Carnaval de
Cádiz no puede ser más exitosa. Muchos años, talento para venderla y un buen
producto, han tenido la culpa. Y Cádiz es al Carnaval lo mismo que fue para la
libertad en tiempos napoleónicos, cuando la invasión la convirtió en el último
bastión en pie contra la opresión, entonces de los ejércitos y ahora de la
contrarrevolución social. Si bien yo tenga mis dudas al respecto, pues, ni
entonces se encontraba tan indefensa, como isla protegida por unas muy buenas
armadas española e inglesa –dando pie a esa chulería, aunque fuera a posteriori
del “con las bombas que tiran los fanfarrones se hacen las gaditanas
tirabuzones”–, ni ahora sea tan irreductible su determinación a mantenerse
impávida ante las embestidas de la marea de represión ideológica que supone la
corrección política. Aunque el tópico crezca y el mito se engrandezca.
El Carnaval de Cádiz, como puede comprobarse in situ, es cierto que mantiene esa pelea interna, como toda manifestación social que ha de luchar con sus propias contradicciones, en su caso el espíritu levantisco y anárquico ante su reducción a folclore pintoresco y costumbrista a que lo lleva el espectáculo y los intereses económicos que pugnan por someterlo. Algo visible en esa dicotomía tanto ideológica como material expresada en la competición oficial del Falla y la manifestación paralela popular más genuina e indiferente al desencuentro.
De un lado, lo protegido,
subvencionado, mediatizado; de otro, lo libertino, modesto, espontáneo.
Controversia que quizá posea uno de los secretos de su éxito, como es el
entrecruzamiento callejero de ambos, el oficial y el ilegal, que bien pudiera
ser su sal, con los erizos y ostrones, y que conforman de cara al exterior iconografiado
del evento, su percepción como abierto, natural y desfachatado, que dentro de
su adaptación al comercio mantiene sus raíces inmateriales, alimentando así su
visión como desmadre organizado o engranaje caóticamente bien engrasado. Ese
pupurrí tan entrerrazado como molón.
Pero el hecho es que esa
parte de transgresión que es reivindicada por todos sus agentes, desde promotores
al último chistoso, dada como inmarcesible y leit motiv de la fiesta, es obvio que hace tiempo viene
caracterizada por tales artificios y truculencias que ya no da lugar a ese
continuum del que se presume, sino algo que aparece a destellos, guadianescamente,
y que es la causa de ese procesionado de los buscadores del oro carnavalero por
las calles en busca de esas muestras más irreverentes, descastadas e
inmisericordes de romanceros, chirigotas de pared y otras pruebas, tan fugaces
como perdurables en la retina, que son las que mantienen en la memoria y el
deseo colectivos la llama viva, aunque bastante mortecina ya, digámoslo, del
carnaval como rebelión, para escarnio y catarsis de propios y extraños.
Si el elemento pirómano de
la crítica ha desaparecido prácticamente de todos los carnavales españoles, en
Cádiz, si bien subsista, se nota que es adaptado, mediante esos otros elementos
que tienden a potenciarse, como el color, el ruido, la música, el espectáculo y
en general su carácter de festejo popular a
la páge, que pueden integrarlo o no en un medio dominado por esos
parámetros, pero también desvincularlo de su esencia primera. Y la integración
es, no lo olvidemos, todo lo contrario del carnaval, que lo tiene cada año más
difícil para revalorizarse en ese sentido, por esa presión ambiental citada,
pero sobre todo por la madre de todas ellas: el dinero.
El dinero no circula nunca
gratis y en cualquiera de sus efectos incidirá siempre en la desnaturalización
carnavalera –de hecho, la evolución, negativa en ese aspecto, del carnaval, es
la historia misma del desarrollo capitalista–, y tanto cuando busca una
rentabilidad que atraiga turismo y trabajo, como por la sumisión obligatoria
aparejada al contrato social de su relación contractual establecida desde el
poder, y que empuja a la autocensura, a cortarse y ser buenos, el final es una
rebaja efectiva del grado de desobediencia (indebida ya), que por cierto es la
única norma debida del Carnaval, y que tantos enteros viene perdiendo desde que
es parte del complejo de atracciones y números de feria en que todo
ayuntamiento tiende a convertirlo, después de proclamarlo fuente de riqueza
convertible o mercancía, positivizando sus esencias, que se difuminan cuando
dejan de ser el negativo guardado para sacarle una vez al año, para convertirlo
en positivo en copia innumerable que corra por doquier.
Esa difusión en serie,
indiscriminada y monetizada, desde su patrocinio hasta su distribución al
detall más exhaustiva es una de las dos causas de la crisis, aún no visible
para todos, del Carnaval: su creciente instrumental. La otra es su exposición a
la intemperie, en plena desarticulación de sus propias defensas ideológicas, de
esa otra nueva artillería cultural del neocapitalismo que es la corrección
política, que mediatiza su transgresión hasta despojarlo de su fiereza
universal.
Esta transgresión
mediatizada por el poder (político o de los media), si bien responde al canon
carnavalesco de la desobediencia por orden del poder, la indisciplina debida,
el desorden obligatorio, la disidencia ritual, la insumisión obligada o la
desobediente obediencia ( y todo ello hecho a modo de farsa o simulacro, como
es obligado), se da dentro de una parcialidad o sectarismo tomados del
transcurrir cotidiano o “normal”, a partir de lo cual se trata de reelaborar
otro discurso político social más, con una agresividad modulada de forma
selectiva: mucha caña a Rajoy o Puigemont (o a la quasi extinguida pero aún
obsesionante Teo), pero nada al Kichi. Por ejemplo. O esa otra apología hasta
el hartazgo de apoyo y sumisión al asunto de moda del último giro de tuerca de
la revolución femenina, sin ninguna o casi razón crítica. Y aún así van de
transgresores.
No se trata pues de
combatir los discursos normalizados sino de participar en ellos. Y eso es una
farsa de la farsa. Y que desvirtúa a la que debe primar de la farsa por la
farsa, de todo y de todos, sin mecanicismos ni utilitarismos en que camuflar la
pérdida de cordura y temeridad, caiga quien caiga, que ha de regir, y que con
tanta intromisión, política, mediática, hostelera, feminística guay, y su puta
madre, es dudoso que mantenga durante mucho tiempo su fidelidad a sí mismo y no
perturbar su verdadera guía: pasar del poder (el que sea y más cuando es él
quien lo manda) y tomar el espacio público creado por eso hecho fiesta (que no
feria, que es otra cosa), para pegarle fuego (al final, claro). Porque si al
Carnaval le dicen cómo hacerse, con sus normas y pautas, qué decir, de qué
reírse, eso ya no es diversión sino trabajo. Y eso es lo último.
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