Seamos sinceros, los coreanos nos han dado una alegría,
y no solo a los mejicanos –“coreano, hermano, ya eres mexicano”, coreaban estos
en mariachi subido, al ver su victoria, no se sabe si a un tal Kim Young (nada que ver con Neil Young pero casi igual
de alto) o a un Son, que sin ser hijo suyo, sino de la fortuna, ya han adoptado
los charros como tal–.
Y no es para menos. Alemania no perdía en la primera fase desde el anterior Reich, el III. Y ahora, en el IV, al tercer partido, ha ido la vencida y los hijos de Samsung nos han hecho una justicia poética universal que a algunos nos sabe, ahora que estamos en pleno proceso identitario (y pituitario), como una sollapa llena de guarreta a la brasa. Así que desde ahora, tendremos tanta deuda emocional con ellos como tenemos de la otra con los teutones.
La pena es que la esta amaga con vivir eternamente en
nuestros bolsillos, y aquella tendremos que poner el vídeo para reavivarla.
Pero no deja de ser un alivio. Pese al peaje. Tan nietzchiana caída de un mito lo
merece. El mito de la infalibilidad alemana, cuyo extremo es esa frase como una maldición, más lapidaria
que el mismo destino: el fútbol es un deporte en el que juegan once contra once, en el que
siempre gana Alemania.
Y ahora, desde Rusia
con desamor –Rusia tenía que ser–, se ve que los mitos se alimentan de cuentos,
y tal como el papa dejó de ser infalible sobre Dios, las escuadras de Odín, o
sea Dios mismo, también fallan cual escopeta de feria. Lo cual al fin nos
tranquiliza. Solo falta ya señalarle a Merkel en la cumbre, que si su armada ha
sido derrotada por un puto Kia, ya se podía enrollar mejor con los europeos de
a pie. O eso, o tendremos que hacerle un coreano. Se ha demostrado que se
puede.
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