Según mi punto de vista, y si
no fuera porque los programas donde fue emitida seguramente serían grabados
para los restos, la literatura a gran escala más clamorosa de la postmodernidad
vista como el fin de la literatura, sería la hecha en la radio en los ochenta y
algunos retazos guadanescos subsecuentes.
El pero de la grabación importa porque, de ser así, perdieron irremediablemente el carácter sublime de la palabra bien dicha esfumada en el aire, tan precioso al arte literario en la era de la copistería, pues, como ya nos advirtió Benjamín, Rank Xerox sería la losa que sellaría la tumba del arte para siempre, con la inscripción, eso sí, del R.I.P. en tóner deleznable, pues la posteridad debe ser eso, un mero rubor de sucio hollín en las mejillas, que los ojos del tiempo y su presbicia vuelven oro para tratar de emborronar la tajante exactitud de la muerte.
Vana idiotez por otra parte,
pues sabemos que ésta no existe desde el preciso momento en que se puso en
marcha la promisión de eternidad sucedánea para todos, allegada con técnicas
como la clonación, la masterización y la holística tridimensional, que haciendo
ciertas las palabras del pensador, han dejado obsoleta la necesidad de
permanencia del hombre a través de su obra, al conseguir que sea él mismo el que
subsista, copia a copia y remasterización tras remasterización. Siempre, claro
está, que cada nueva tecnología sea compatible con la inmediata anterior.
Porque esa es la historia.
Cuando Fukuyama avisó del fin
de la historia seguramente hablaba de ésta concebida como un rimero de
tecnologías caducadas como exegetas de la misma, a la espera de un Fahrenheit o
juicio final on line de muchas megas, comportándose mientras con ese carácter
cíclico de lo dejà vu con efectos especiales, tal y como suele desde hace
décadas, a la manera de parodia de puro reciclaje, como mandan los cánones
actuales de Kyoto –rímese con escroto, moto, coto y otros–, consistentes
básicamente en tratar la vida, pues eso es la historia, como algo desechable y
recuperable que chupas y tiras por la ventana tal y como te viene, directamente
al corral de la basura, pues cuesta más repararla que adquirir una nueva, lo
que nos obliga, para mantener cierta genética de vida y cierto genuismo
perentorio, a constituirnos en talleres ambulantes de clonación de todo, a
rehacernos a diario en el presente como un continuo deconstruido, en constante
reiniciación, formateo y configuración que nos llevan a la percepción de
hacerse todo a sí mismo en el instante, empujándonos a la no revisión como
norma y a no precisar de una documentación medianamente literaria del pasar,
todo lo cual sedimenta lo instantáneo y lo efímero como lo más de la
existencia.
Perdido pues el sentido de
eternidad, y en perfecto entredicho el de posteridad, en razón del aumento de
una esperanza (tecnificada) de vida envuelta en un proceso de difuminación al
alza, es lógico que los periódicos se aupasen como el soporte más tangible y
consolidado de la escritura… antes de pasar a mejor vida, también.
En un mundo dirigido al
consumible del pasar página y el no recuerdo, del que el libro como caído en
sumidero ha sido víctima egregia, el periódico tendía –tiende– a establecerse
como primum inter pares del olvido y máximo parangón de la memoria, ¡por un
día!, de la vida, y por ende, el último refugio literario del alma trasnochada
del homo paper. Aunque ya he dicho que la gran literatura, por supuesto, y por
mucho que se sepa que es grabada, es la contada, por perderse en un aire
infinitesimal habitado de tímpanos, lo que confiere al hecho del habla para
todos la dimensión global del cuento urbi et orbi vía micrófono.
Fuera de ese ADN, cualquier
literatura de papel se amontona y amontana dilapidando su herencia genética
boca-oído. Sólo el diario, ese papel que jugó otros tan importantes como
estrujar la sardina, liar la mortadela o limpiarse los restos de funciones tan
importantes o más que el leer, por ser enclave simultáneo de la palabra con su
olvido y punto de encuentro entre lo efímero y la efeméride, hace las veces de
último refugio de la trayectoria que va de lo cuneiforme al bit, actuando de
matadero de palabras devueltas como carne de hemeroteca al limbo impreciso de
los ecos.
A la vista pues de la
desaparición del libro como inventario vital, e innecesario ya como memorando y
exento de toda precisión lectora, parece tontería querer pasar a su través a
una posteridad irrelevante, siendo de preguntar si no será mejor pasar a la
anterioridad, más humilde y recogida, como de segunda división, que
proporcionan los periódicos, el reino del ayer (y gracias), y amancebarse en su
pasado imperfecto donde así como acotado, finito y deletéreo el verbo queda;
como despropósito grande parece el afán de esos escritores en exceso afanados
en pasar a un después más que dudoso, por la vía interpuesta de la recopilación
libresca de sus artículos de prensa, como tratando de ennoblecer lo espurio,
algo contra natura en un panorama de fin de lo indeleble, y lo que ello supone
de desgraciarlos de esa su sustancial morbilidad, para pasar a convertirlos,
mediante esa especie de bomba de cobalto de la imprenta, y una vez separados
del buque nodriza, en meteoritos que, cual ladrillos sacados del contexto donde
adquieren sentido, anduvieran dispersos como detritus siderales por una galaxia
inexpresiva.
Mucho más congruente se me
antoja quedarse a vivir en lo inane de ese paraíso de papel, entre la nada y la
materia, a esperar en su ala de comunes que una visita inesperada nos deshoje
devolviéndonos al aire para hacer en él una sementera momentánea con nuestros
restos de tizne de pigmento. No me digan que todo eso, si un día llega, y ya
como pasado, no se parecerá, un poquito, a la vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario